ANTONIO BURGOS | ANTOLOGÍA DEL RECUADRO


 

ABC  de Sevilla,  31 de agosto de 1982
                             
 
El coche de los toreros

Tienen todavía algo de diligencia, les falta el mayoral sentado en el pescante. Chévroles de siete mil cilindros, forres de doce mil asientos, pesó de catorce puertas, kilómetros y kilómetros, hoy Algeciras y mañana Monta de Marsan, pasado Bilbao y al otro Badajos, España arriba y España abajo, ventas, gasolineras, hoteles, cómo relucen las carreteras, las autovías y las autopistas cuando suben y bajan los andaluces, acera del Britz, de la Granja Garrigós, de Los Tres Reyes, cuando suben y bajan los banderilleros, los mozospás, los picadores en los largos, ruidosos, olorosos coches de aceite pesado, Emilio Muñoz, Espartaco, los Campuzanos, siempre en los gallistas el recuerdo de aquellas cien, ciento doce corridas que aún evocan las mesas revueltas convertidas en cuadros sobre los mostradores de las tabernas:

-—Bueno, pues José hubo temporadas que toreó más de cien corridas y sin coches, sólo el ferrocarril y el vapor...

Y la diligencia, que todavía la ves cuando son las siete de la tarde, y llega a la calle Antonia Díaz, viene ya despacito conforme se acerca a la calle Iris, el coche de los toreros, del Colón al Arenal que van hasta si los dejan solos, una medalla de la Virgen del Rocío delante, debajo del espejo retrovisor, y un mínimo capote de paseo detrás, balanceándose en la luneta:

-—Ahí va un torero... ¿Quién es?

Como la diligencia. Unos asientos para dormir el miedo, altos respaldares, las almohadas que tienen algo de amuleto, de cola de conejo de los boxeadores negros. Una baca repleta de fundones de espadas, de esportones de capotes y muletas, de sombrereras para las monteras. Y el búcaro. Los toreros andaluces inventaron esta diligencia en forma de coche grande, de aceite pesado, los chévroles, los fores, los peyós, quizá sólo para pasear por las Españas el blanco frescor de los • búcaros de La Rambla, de Utrera, de Lebrija, búcaros casi humanos con el nombre del torero pintado, que sudan con el miedo, que quieren abarcar, en lo alto de la baca, el cero y el infinito con su redonda asa alfarera.

Delante, Mercedes, Audi, va el torero, con el apoderado, con ese amigo que ya ha visto cuarenta y una de las cuarenta y tres corridas que llevan toreadas esta temporada. Detrás, olor a aceite pesado, sueños de miedo sobre las almohadas-amuleto, la cuadrilla. En medio, carreteras de la Mancha, curvas de la parte de Albacete, puertos del Norte, la vida, el miedo, el sueño, el reloj que va acercándose a la hora del sorteo, unos papelitos de fumar liados dentro de una mascota:

-—¿Cuáles nos han tocado?

-—Esos dos, los que queríamos, hemos tenido suerte, Juan tiene mucha mano sacando los papelitos...

-—Vamos entonces a echar el chico por delante...

Y salen el chico por delante, y el otro, el corniveleto y zambombo, por detrás, y llega un momento en que no saben qué plaza es aquella, qué charanga aquella que suena en la grada de un coso del Norte donde el sol no calienta ni en este largo mes de agosto, Manuel, ¿estos tíos paran también en el tercer toro para merendar?

Y otra vez al coche, otra vez las almohadas, otra vez la medalla de la Virgen del Rocío delante, junto al volante. Tienen algo de diligencia los coches de torero en los veranos de sangre de España.

 

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