ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 

ABC de Sevilla,  19 de febrero de 2018
                               
 

No cabe un bar más

Suele decirse mucho que "en España no cabe un tonto más". Que están tan como sardinas en latas de los muchísimos que hay, que si se empuja a un tonto en La Coruña, se cae al Mar Mediterráneo otro tonto en Cartagena. También aplicárseles suele a los tontos lo de los botellines: que hay más tontos que botellines. Frase cuya autoría nunca se reconoce, y que muchos se apuntan como suya, hay mucho "ladrón de oído": gente que dice como genialidades suyas las que han escuchado a otro verdaderamente con gracia. Lo del botellín como medida de aforo de tontos, botellines naturalmente que de la Cruzcampo, era una frase del inolvidable Manuel Ramírez Fernández de Córdoba, pero nadie lo cita cuando se apropia de la frase. ¿Ese de la radio en quien está usted pensando y que la repite mucho? No, ese no la inventó. En materia de guasa, aquí en Sevilla está ya todo inventado. Y en el caso de "hay más tontos que botellines" el hallazgo fue, repito en su honra y memoria, del querido Manuel Ramírez, bético y currista. Y sanseacabó.

Cito lo de los tontos, que en España no cabe un tonto más, porque en Sevilla nos está pasando lo mismo, pero con los bares y los veladores. En Sevilla no cabe un bar más y en las aceras de Sevilla no cabe un velador más. Que no los han retirado. Los quitan un día, pero los ponen al siguiente. Han dado un ignominioso escarmiento a la histórica y centenaria Confitería La Campana, pero mira cómo con los que no te dejan andar por las aceras de Mateos Gago no se atreven. No han quitado ni uno. Al revés, van a remodelar la calle entera, y a hacerla peatonal, a mayor honra y gloria del bar y del velador, las dos grandes industrias sevillanas, y más con las malas noticias que aparecen de vez en cuando sobre el Airbus y las factorías aeronáuticas.

Hace ya casi un mes publicaba María Jesús Pereira en estas páginas un interesante reportaje sobre las empresas sevillanas que cerró la crisis, y era como una inmensa esquela mortuoria de la diversificación que tenía la economía sevillana antes del monocultivo del turismo y de la hostelería del que ahora vive. Salían en un texto destacado en el reportaje unos nombres comerciales que cuando usted los lea ahora, seguro que se pregunta:

-- ¿Pero eso también ha cerrado?

Pues sí, porque en la relación de caídos en la debacle económica venían el Horno de San Buenaventura, Jamones Badía, las librerías Beta, las popularísimas Confecciones El Rubio (que era como una tienda de los chinos, pero sin chinos), el catering del bueno y trabajador de Rafael Juliá, o la Lejía Los Tres Sietes. Yo me creía que todavía la lejía que se compraba en el súper era algo tan sevillano por el número como la calle Siete Revueltas, Las Siete Puertas o la Peña Er 77. Lo peor es que esa lista sigue aumentando. Raro es el día en que un negocio de toda la vida, un establecimiento histórico, no pega el cerrojazo. Ahora he de entonar el gorigori por Jardilín, la tienda de ropa de niño que estaba al final de la calle Blanca de los Ríos, esquina a la parte de Alvarez Quintero que desemboca en El Salvador, frente a donde estaba Uclés, que también cerró. ¿Quién no ha entrado con una hija pequeña en Jardilín para comprarle algo? ¿Quién no se ha parado en sus escaparates de ropa clásica de niño buscando un regalo? Pues todo aquello pasó, "todo quedó en el olvido", como en el bolero de Larrea. ¿Y saben qué van a poner en Jardilín? ¿Pues qué va a ser? ¡Un bar! ¿Usted se imagina la cantidad de veladores que pueden ponerse en plena plaza del Salvador abriendo un bar en Jardilín?

Y porque el local era solamente el bajo, que si llega a ser el edificio entero, se imaginan lo que iban a poner: un hotel. Pero no un hotel cualquiera. ¡Un hotel de lujo! Porque se me olvidó haberlo dicho al principio: igual que en España no cabe un tonto más, en Sevilla no cabe un bar más, ni un velador más, ni un hotel de lujo más. Acabarán echándonos a los sevillanos para meter turistas. Que es lo que ya va pasando en Venecia. Pero nadie escarmienta en Venecia, digo, en cabeza ajena.

 

 

 

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