Siendo Sevilla ciudad de vísperas, qué mala suerte tiene el otoño, estación que apenas tiene barruntos que nos hagan adivinar el famoso "esto ya está" aquí con que a muchos se les llena la boca, pensando en la Semana Santa, en cuanto le dicen que por El Tardón o por Miraflores han visto el primer naranjo con los blancos botones que anuncian que está rabiando por florecer para inaugurar la primavera. Cada estación del año tiene en Sevilla estas sus largas vísperas, como el romero de seises y las plumas de los sombreros de los seises que por junio nos anuncian un verano de velas en las calles y largos atardeceres con los malvas juanramonianos que contemplarse pueden en toda su belleza desde el Puente de Triana. Tiene sus vísperas el invierno, con las primeras pellizas, con los primeros birujis en Matacanónigos, con las mantas que se bajan del altillo donde se guardan las túnicas de nazareno; pellizas a las que ahora llaman con un nombre que me recuerda a la guadaña y la yedra del paso de La Canina: parca. Los sevillanos no somos parcos en parcas, cuando se va acercando un invierno de mantecados y panderetas, de ferias de belenes junto a la Casa Lonja, de tempraneras luces navideñas, que ya las ponen en pleno Adviento.
Pero el otoño, ay, no tiene quien le escriba ni quien lo elogie, siendo del año la estación quizá más hermosa en la ciudad, en la que Sevilla es bañada por una luz única, no cegadora como la de primavera y de los cielos azul Carretería, sino que tamiza los colores, los pone todos en tonos pastel, y se vuelve la ciudad toda como antigua, más ella misma que nunca, con la delicia de las calles desiertas como en hora de la siesta en domingo de verano.
Este otoño sevillano para paladares exquisitos no tiene tampoco vísperas. Yo sí tengo una, personal, lírica: el otoño se acerca el día en que te das cuenta de que ya se han ido los vencejos, los toreros vencejos que bajaban a torear al albero de la plaza del Arenal o que al amanecer del Viernes Santo, con la luz que se abría por El Museo, le quitaban la espinas al Señor de Sevilla. Y ayer me di cuenta de otro signo sonoro y alegre, vivo y renovado cada año, de las ignotas y secretas vísperas del otoño. Sabes que se acerca el otoño, rebequitas aparte, cuando por la mañana oyes el primer grito del niño al que su madre lleva al colegio o a la guarde. Estos chavales de las escuelas en los primeros días del curso que comienza, con las mochilas nuevas, con el llanto de los más chicos cuando la madre los suelta de la mano a la puerta del cole, son como angélicos heraldos que nos anuncian el otoño. Me fijé en los que iban para el colegio y los encontré sevillanamente murillescos, como heraldos del otoño que eran.
De un otoño que no valoramos, cuando el Parque, si hermoso está en el florido mayo, no menos anda en los días en que las largas avenidas de los plátanos de Indias están alfombradas de caídas hojas secas, como una petalada en honor del Dios creador de tanta belleza en cada una de las sevillanas estaciones del tiempo que muere en nuestros brazos. De un otoño en que miramos a la Giralda y se ven con un blancor distinto los mármoles de las columnas de los parteluces de sus balconcillos. De un secreto otoño torero de los festivales en las plazas de los pueblos.
No hay azahar, ni capirotes colgados en la Alcaicería, ni trajes de flamenca que vienen de la tintorería, ni jipijapas bajo las velas que dan sombra en la ciudad de las calores. Calores que ya se fueron, las últimas de las cuatro gradaciones quinterianas: el calor, la calor, los calores y las calores. Y las lluvias que van a llegar, que parece que las está esperando el famoso Bajante de la Catedral junto a la Puerta del Baptisterio. Quizá para bautizar con esas primeras aguas la más hermosa estación del año que a unos poquitos sevillanos locos nos gusta saborear y defender, lejos de las cornetas, los tambores y los cascabeles de los coches de caballo. Es cuando los cielos que ganamos se ponen de la misma color que las losas de Tarifa de las Gradas de la Catedral, como esperando la Procesión de la Espada.
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