ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


ABC de Sevilla,  2 de noviembre de 2019
                               
 

Ni mármoles ni crisantemos

Cuando había tranvías, pero no este que usurpa tal nombre y que testimonialmente va del Prado a la Plaza Nueva, sino una red amplia y útil, que recorría Sevilla entera y hasta conectaba con La Puebla del Río, con Coria, con Gelves, con La Pañoleta y con Camas, existía una línea que hoy, día de los Difuntos, era la más concurrida: la del cementerio. Y, las cosas de Sevilla, ¿saben qué número tenía aquella línea, que enlazaba en la Macarena con las dos circulares de la Ronda, con el 1 y con el 2? Pues con la de números que hay, a los ingleses de The Seville Tramway Company no se les ocurrió ponerle a la línea del cementerio otro número que... ¡el 13! (Sí, sí, estoy tocando madera, como me imagino que habrá hecho usted al leer esto, vaya rebujito, muertos y 13...)

Viniendo la otra tarde de dar un pésame en el tanatorio...

--Anda que está usted hoy alegre, vaya temitas... ¡Como unas castañuelas!

Es "como corresponde a la festividad del día", cual dice la Ronda del Jueves Santo al terminar en la Catedral su comprobación de que la ciudad está sosegada y en calma. Bueno, pues el que hoy está bastante sosegado y en calma es el cementerio, comparado con antaño. Venía la otra tarde, decía, del tanatorio y al pasar por la rotonda del cementerio no vi los que eran lejanos ajetreos previos al Día de los Difuntos: mujeres entrando con cubos y escobas para limpiar las tumbas de sus familias en vísperas esta fecha. Y es que por el cambio de costumbres y las incineraciones, cada vez hay menos difuntos a los que dejarles sobre la tristeza de un mármol envejecido un ramo de crisantemos, o unos claveles como los del monte del Crucificado de su cofradía.

Nos quejamos mucho de la chorrada del Jálogüin, moda importada de Estados Unidos. Pero aquí ha habido otra importación de costumbres en torno al día de Difuntos, y es que hoy es cuando se comprueba cómo con la moda de la incineraciones no hay difuntos a los que visitar en el cementerio para rezar por sus almas a pie de tumba y dejarles unas flores, la flor del recuerdo, de la memoria, de la vida que tuvieron junto a nosotros. No tengo a mano estadísticas, que debe de haberlas, pero ya es raro el entierro al que vas a acompañar a un amigo al que se le ha muerto un ser querido y la comitiva que sale del tanatorio hacia el cementerio acabe no en la inhumación en una tumba, sino en el callejón que conduce a los hornos de incineración que, por cierto, siempre están averiados y tiene la familia que irse con el muerto a La Algaba o a Alcalá. Y ahora que hablo del tanatorio "como corresponde a la festividad del día", cada vez muere menos la gente en su casa. Las casas eran antes el lugar de la vida y de la muerte. Nuestras madres nos parían en casa y ellas morían en casa. Ya los niños nacen en un hospital y nos morimos en un hospital. Preguntas:

--¿En qué hospital ha muerto?

Y es una rareza que te digan:

-- No, en ningún hospital. Ha muerto en su casa. Quiso morir en su casa.

Como en casa de uno no se muere en ninguna parte, desde luego (como aquel chiste del cura que le hablaba del cielo a la anciana moribunda tras darle el santolio). Pero con esta costumbre de las incineraciones, tan de las raíces de las necrópolis romanas como la de Carmona por otra parte, hoy hay muchos hijos, muchos nietos, muchos hermanos, que no tienen dónde llevarle una flores al ser querido que se fue. Como no vayan a aquella orilla de la mar donde arrojaron sus cenizas desde el barquito de un amigo... Como no vayan al columbario de la hermandad... Ni las grandes familias se hacen ya panteones de autor en el cementerio. Eso ahora es de la etnia gitana, como explicaba ayer Javier Macías en su curioso reportaje sobre el cementerio de San Fernando. Cuya puerta, con tanta incineración, ya no es hoy aquel bullicio como a la mexicana, como cuando hasta allí llegaba el tranvía con su línea 13, toca madera.

 

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