ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


ABC de Sevilla,  15 de junio  de 2023
                               
 

En Matalascañas no hay fresas

Para algunos diputados alemanes que iban a venir a ver los cultivos de fresa en el entorno de Doñana habrá sido una frustración que suspendan la visita. Les sonaría el nombre de Matalascañas de cuando pequeños o incluso tendrían recuerdos de haber estado allí un lejano verano de su niñez. En efecto, Matalascañas, en sus comienzos, fue destino turístico alemán de primer orden. Al hotel El Flamero llegaban autobuses cargados de turistas alemanes desde los aeropuertos de Sevilla o de Faro, a pasar una temporada con precios más baratos que Mallorca o la Costa Brava. En los puestos de periódicos se vendía el "Bild Zeitung" y había menús en alemán en los chiringuitos y en los bares del antiguo pueblo de Torre de la Higuera, donde estaba el elegantísimo restaurante El Quijote, con personal de El Burladero de Sevilla.

Matalascañas fue una barbaridad urbanística antiecológica a cuyo lado todos los atentados contra los acuíferos de Doñana son una nimiedad. En los ilegales pelotazos de los años finales del franquismo, con Fraga como ministro de Turismo, se le amputó al Coto un inmenso triángulo de su salida al mar, desde los restos de la Torre de la Higuera (el luego popular "tapón") hacia Caño Guerrero. Una misteriosa empresa con capital suizo y alemán, "Playas del Coto de Doñana S.A.", fue autorizada a levantar una barrera de cemento entre el Coto y la playa. Curiosamente, el presidente de esa empresa era un altísimo cargo del régimen de Franco, que veraneaba en el mejor apartamento de El Delfín, el primer bloque de apartamentos que construyó.

Matalascañas fue proyectado como una urbanización cerrada de lujo, como Sotogrande o Vistahermosa, con barreras de entrada, donde sólo podían acceder los propietarios. Los chalés estaban construidos en grandes parcelas, en un trazado de calles llenas de luz, cuidadísimas por la urbanizadora. Nadie que no fuera propietario podía entrar, y estaba orientado todo hacia el turismo centroeuropeo de lujo. El Ayuntamiento de Almonte, en cuyo término municipal estaba, no tenía competencia sobre la urbanización, coto vedado para todos los pueblos de alrededor, que tradicionalmente habían veraneado en aquella playa en chozos, de La Higuerita hacia poniente. El agua, naturalmente, se cogía de pozos del acuífero de Doñana y se trataban los vertidos en una depuradora hecha a pie de playa, donde luego estuvo La Tasca Marina. Hasta que a Matalascañas le pasó como al banderillero de Belmonte, que degenerando fue abandonada por la empresa promotora y pasó a competencia de Almonte. Llegó su superpoblación. En parcelas de un solo chalé se edificaron cuatro, se dejaron libres todas las entradas y pasó de ser la playa de los alemanes, los suizos y los sevillanos afortunados a la de la bulla de los pueblos de los alrededores. Aquel sueño de superlujo nunca se cumplió y de los acuíferos de Doñana previstos para un exclusivo "resort" se nutre ahora una población veraneantee que puede llegar a las 300.000 personas. Los diputados alemanes que estuvieron allí de niños hubieran recordado que las fresas estaban mucho más al norte que los toldos del Flamero.

 

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