EL
29 de septiembre es el día de San Miguel y de otros dos
arcángeles, Gabriel y Rafael, trasladados de fechas en esa
agencia de mudanzas en plan Gil Staufer que puso el Papa
para cambiar los santos de sitio y que nos equivocáramos al
felicitar a los amigos.
A San Miguel no lo han cambiado, sigue en
el día que marcaba en Sevilla una fecha agrícola
importante, la feria de San Miguel, lo que permitía a la
gente campera referirse al buen tiempo como el que va «de
feria a feria», de la feria de abril a esta de San Miguel.
Ese día me imagino que habrá toros, si le sale del alma a
Canorea cumplir con la tradición, y aparte de toros habrá
todo un acontecimiento, que anuncio en tiempo y forma para
los amantes de los hechos históricos. A las once de la
noche saldrá de la estación de Plaza de Armas, la que los
sevillanos llamamos «estación de Córdoba», el tren más
triste que nunca haya salido. Será un tren más triste que
aquellos dichos «de las lágrimas», que en los años
cincuenta y sesenta llevaban a los andaluces a la
emigración de Cataluña y de Alemania. Será un tren más
triste todavía que aquellos trenes con vagones de
mercancías y canciones del «Carrasclás» y de «Yo te
daré, te daré, niña hermosa» que llevaban a los
muchachos andaluces a la lejana muerte con nubes de los
frentes norteños de la guerra civil. Ese tren, con tanta
tristeza en el ruido de sus ruedas, será el Estrella
Giralda. El último tren que saldrá de la estación de
Córdoba. Por eso, ese día de San Miguel, después de los
toros, hay que irse a la estación de la Plaza de Armas con
el convencimiento de que somos testigos de un trozo de la
historia de Sevilla.
Corta vida ha tenido esta estación, que
creemos de toda la vida, pero que apenas cumplirá un siglo
con trenes. Construida entre 1899 y 1901 por los ingenieros
Santos y Suárez para la compañía MZA
(Madrid-Zaragoza-Alicante), fue la gran estación moderna de
Sevilla, con pinta de plaza de toros o de matadero en sus
ladrillos neomudéjares, en su atrevida cubierta. La de San
Bernardo, de la compañía de la competencia, los
Ferrocarriles Andaluces, era más una estación de pueblo
grandecita. La estación de Córdoba, que ya existió antes
de este edificio, vio llegar reyes, marchar tropas, tenía
cada noche algo de salón de sociedad, cuando los senadores
vitalicios, las señoritas casaderas, los abogados de
campanillas y los marqueses terratenientes marchaban a,
Madrid en el expreso. Por la Plaza de Armas le llegó a
Sevilla, muerto en Talavera, Joselito el Gallo y sería
bonito poder decir, como lo digo, que por allí salió
Felipe González, con una camisa a cuadros y un traje de
pana, para conquistar el Partido Socialista de Llopis
primero y el Gobierno de Madrid después, del mismo modo que
antes había salido don Diego Martínez Barrio para hacerse
cargo del Ministerio de Comunicaciones en el primer gobierno
de la 11 República.
El tren que, en su camino hacia el Oeste,
hizo grandes y poderosos a los Estados Unidos fue el mismo
tren que, en su camino hacia el Sur, puso a Sevilla lo que
los desarrollistas de los Lópeces llamaban «el dogal
ferroviario». La estación de Plaza de Armas muere a manos
de la propia grandeza del tren. Quizá no nos hemos dado
cuenta, pero el tren que era el símbolo del progreso a
finales del siglo XIX, entre versos de Campoamor e historias
de amor en los cochescama de Wagon Lits, sigue siendo ese
mismo símbolo de progreso a finales del siglo XX, en forma
de Tren de Alta Velocidad. Sevilla, sin salir de las siglas
ferroviarias, ha pasado del bombín y la levita de la MZA al
maletín de los yupis en el TAV*. El día de San
Miguel, el revisor de la historia tocará 91 silbato en una
estación desierta y dirá aquello tan bonito de:
«¡Señores viajeros, al tren!». Iremos en tren
directamente del siglo XIX al siglo XXI.
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*Nota de edición en el año 2000.- Observese
cómo antes de su puesta en marcha al tren Ave se le
conocía con las siglas TAV, Tren de Alta Velocidad, y no
AVE, Alta Velocidad Española.
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