En
la memoria de una Sevilla de coches de caballos, cortinillas
de tranvías y chuzos de serenos, ayer hubo una lágrima de
guindas en aguardiente en los reservados de las Siete
Puertas, en el mostrador de La Sacristía, en el cante de
los cuartos del Pasaje de la Europa, en los sifones del
Puesto de Vigil, en la nevería del Hispano, en el halo de
luz que en la vana penumbra pecadora del Villasol proyectaba
bajo un techo de estrellas «El negro que tenía el alma
blanca». Ayer terminó de ser representado en uno de estos
escenarios, o quizá en el Teatro Portela, un pasillo de
comedias trágico. Que ayer, mañana de invierno, sol y
frío, moría quizá el último de los murguistas sevillanos
de la Alameda, Manuel Pérez Curado. Manolín.
Y veo ahora sobre aquel paisaje de
dudosas damas de noche, de chaquetas blancas, de moñas de
jazmines, que, al modo de una secuencia que nunca rodara
Visconti para «Muerte en Sevilla», sale una orquestilla
bufo-cómico-enciclopédica. Los murguistas vienen vestidos
de esmoquin, con brillantes solapas que son un chafarrinón
rojo. Traen pantalones de cuadros. El uno anda con un
saxofón y el otro con un violín que es el hueso de un
jamón de La Flor de la Sierra. Vienen Pujales, y Regaera, y
Carabolso, y Los Rondán, y Panseco, y Paniagua, y Pepineti,
y vienen Los Melgarejos, y vienen Los Medinas Sevillanos. Y
cantan con voz de placa de pizarra del jueves. Y al frente
de todos ellos viene un muchacho albañil, serio, espigado,
que toca divinamente la guitarra. Si los otros andan con
instrumentos de pega, éste trae la guitarra del Niño
Ricardo, su compadre. Se llama Manolín. Viene Manolín a la
cabeza de esta esperpéntica ronda de muerte en la Alameda.
Y cantan. Y tocan los pitos de caña. Y se ríen de
Basilisa, y de doña Sacramento. ¡La que vienen formando
ahora, que Manolín ha cantado lo de Lola la de los
brillantes y se han puesto a representar el pasillo de
comedias de la Carlota ...! Y Manolín se enfrenta
guasonamente ahora con Regaera:
--Regacra, ¿cuándo coges la espiocha?
--Cuando la coja tu padre...
Y siguen cantando por la Alameda la ronda
de la muerte en Sevilla, trágico chimpún, Sevilla always,
Sevilla, yes, y vienen diciendo ahora la copla de Escalera:
«Cuando se muera Escalera / van a decir los chiquillos /
ahí va la chimenea / de la Fábrica Tornillos»... ¿Y
cuando se muera Manolín, qué vamos a decir los viejos
chiquillos de Sevilla?
Cuando se muera Manolín, que se murió
ayer de mañana, vamos a decir los chiquillos que ahí va
parte de la gracia de Triana. Que ahí va una Sevilla de la
guasa de los corcho taponeros y los sombrereros de
Fernández y Roce. Cuando se muera Manolín, vamos a decir
los chiquillos que ahí va el aire del Altozano en el
recuerdo de las viejas veladas de Señá Santana. Un inglés
de Londón aprendió de Manolín un cantar que hizo
sensación; tanta, que por todo el Altozano las ruedas de
los vapores de Sanlúcar ya andan asegurando que
churrimangui lavativa del tupé, bastíne palpité,
maletín, sansón. Cuando se muera Manolín van a decir los
chiquillos que era serio como en Sevilla fue siempre el
humor. Que se acostaba a las cuatro, viniendo de la Alameda,
y a las siete ya está en planta para coger el canasto de su
almuerzo de albañil. Que con su palaustre se hizo los
primores de viejo alarife del Cine Bécquer. Que no era
hombre de juergas, sino trianero de arte. Yo he visto muchas
mañanas, en la trastienda de su tiendecilla de San Juan de
Aznalfarache, la emoción de artista con que le temblaba la
boca cuando bordoneaba en la guitarra de su compadre las
viejas canciones de sus noches de gloria. En la memoria de
una Sevilla de coche de caballos y de tanguistas del
Kursaal, lamento, Manolín, haberme perdido la juerga que
anoche formasteis allí arriba, ya juntos todos los
murguistas de Sevilla en la ronda de la muerte de la
Alameda.
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