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 Antonio Burgos El Recuadro

   Antología de artículos

Publicado en ABC y recogido en el libro "Sevilla en cien recuadros"

 Antonio Burgos

 

El misterioso Vicente el del Canasto, vendiendo chucherías en la noche sevillana
 
 
 

El misterioso Vicente el del Canasto, vendiendo chucherías en la noche sevillana


Vicente el del canasto

Podría escribirse una historia de Sevilla a través de sus personajes populares y callejeros que, como dije una vez, son puramente cervantinos. De Cervantes queda en Sevilla la sucesión de azulejos del vía crucis literario de los escenarios de las Novelas Ejemplares y queda este recuerdo vivo que son los locos geniales, los tontos sublimes, los vividores del aire, los hinchadores de perros con un cañuto. Y podría hacerse esa historia porque cada época ha tenido sus personajes. Hubo una Sevilla del Bizco Pardal y una Sevilla de Antoñito Procesiones y una Sevilla de Manolito Gázquez y una Sevilla del betunero de La Gavidia que daba el parte antes que Queipo de Llano. Evocamos cada uno de estos personajes y evocamos un fragmento de Sevilla, y juntándolos en la memoria reconstruimos las teselas del mosaico romano que es el alma de la ciudad.

Cada vez que desaparece o muere uno de estos personajes, muere un trozo de Sevilla. Los sevillanos lo sabernos, de aquí el papel que le asignamos en la memoria a estos trozos vivos de Cervantes. Asistí a un hecho sin par en estas historias, cual fue el homenaje y despedida a Antoñito Procesiones, que organizó una ya lejana Cuaresma la ¿extinta? Tertulia del Cañonazo. A Antoñito Procesiones se le había muerto la madre, estaba muy torpón y sabíamos todos que nos iba a durar muy poco con sus pies planos abarcando las fachadas de la calle Chicarreros. Y fue que los tertulianos del Cañonazo le organizaron un desfile de bandas a la puerta de su casa. Ni Napoleón en el trono estuvo nunca tan feliz como Antoñito Procesiones en aquella sillita que le trajeron, mientras sus admiradores le ofrendaban cajas de farias como a un dios romano de la primavera y mientras sonaban los tambores y las trompetas, y Antoñito no hacía más que preguntar.

--¿Va a venir don Pedro Braña, va a venir don Pedro Braña?

Sabíamos que aquellos tambores eran la despedida a un trozo de Sevilla. A Antoñito Procesiones lo despedían los del Cañonazo con honores de capitán general, con tambores y trompetas, antes de que lo acogieran los hermanos de San Juan de Dios en el asilo de la Misericordia.

Ahora ha desaparecido del paisaje de los coches de la Puerta de Triana otro mito sevillano: Vicente el del Canasto. Cuando todos estábamos convencidos de que a Vicente el del Canasto lo iba a matar un coche, no lo ha matado un coche, sino que lo ha matado Sevilla como la ciudad hace las cosas: con el olvido y con el silencio. Vicente está ya, sin canasto, sin llevarse la mano a la cabeza en forma de visera, sin coches, en Jesús Abandonado. Si los amigos de la Tertulia del Cañonazo acogieran la idea que les expongo, podríamos dar a Vicente el homenaje y des pedida de Sevilla. Sería como el de Antoñito Procesiones: hacer feliz a un hombre. Nos iríamos todos con los coches a Jesús Abandonado, formaríamos allí un embotellamiento como de salida del Cortinglés y pondríamos a Vicente, con su canasto, con todo su esplendor y gloria, a que pasara y paseara, loco azogue del espejo de Sevilla, entre los coches, metiendo la cabeza por sus ventanillas, columbrando sombras por entre los parabrisas, dando mil y una vueltas y revueltas. El canasto de Vicente fue uno de los objetos mágicos más importantes de la Sevilla de la transición. Era Vicente como el símbolo de una Sevilla que había perdido algo y que no acababa de encontrar otras cosas. Asentadas las cosas, parece como que Vicente no tuviera ya nada que buscar entre los coches, que lo hubiera finalmente encontrado, en ese mundo mágico donde unos hablan que buscaba entre los coches a la novia que se le fue con otro, o que buscaba entre los coches al padre que se llevaron los nacionales en un Balilla para fusilarlo.

Todas las mañanas, cuando paso por la Puerta de Triana, todas las noches, cuando paso por la calle Tetuán, veo la sombra de un canasto. Y tomo la pluma cortada a la cervantina para escribir diciendo que ahora que se ha ido Vicente todos somos los locos que buscamos la verdad de Sevilla entre los coches que vienen y los sueños que se van.

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