Podría
escribirse una historia de Sevilla a través de sus
personajes populares y callejeros que, como dije una vez,
son puramente cervantinos. De Cervantes queda en Sevilla la
sucesión de azulejos del vía crucis literario de los
escenarios de las Novelas Ejemplares y queda este recuerdo
vivo que son los locos geniales, los tontos sublimes, los
vividores del aire, los hinchadores de perros con un
cañuto. Y podría hacerse esa historia porque cada época
ha tenido sus personajes. Hubo una Sevilla del Bizco Pardal
y una Sevilla de Antoñito
Procesiones y una Sevilla de Manolito Gázquez y una
Sevilla del betunero de La Gavidia que daba el parte antes
que Queipo de Llano. Evocamos cada uno de estos personajes y
evocamos un fragmento de Sevilla, y juntándolos en la
memoria reconstruimos las teselas del mosaico romano que es
el alma de la ciudad.
Cada vez que desaparece o muere uno de
estos personajes, muere un trozo de Sevilla. Los sevillanos
lo sabernos, de aquí el papel que le asignamos en la
memoria a estos trozos vivos de Cervantes. Asistí a un
hecho sin par en estas historias, cual fue el homenaje y
despedida a Antoñito
Procesiones, que organizó una ya lejana Cuaresma la
¿extinta? Tertulia del Cañonazo. A Antoñito Procesiones
se le había muerto la madre, estaba muy torpón y sabíamos
todos que nos iba a durar muy poco con sus pies planos
abarcando las fachadas de la calle Chicarreros. Y fue que
los tertulianos del Cañonazo le organizaron un desfile de
bandas a la puerta de su casa. Ni Napoleón en el trono
estuvo nunca tan feliz como Antoñito Procesiones en aquella
sillita que le trajeron, mientras sus admiradores le
ofrendaban cajas de farias como a un dios romano de la
primavera y mientras sonaban los tambores y las trompetas, y
Antoñito no hacía más que preguntar.
--¿Va a venir don Pedro Braña, va a
venir don Pedro Braña?
Sabíamos que aquellos tambores eran la
despedida a un trozo de Sevilla. A Antoñito Procesiones lo
despedían los del Cañonazo con honores de capitán
general, con tambores y trompetas, antes de que lo acogieran
los hermanos de San Juan de Dios en el asilo de la
Misericordia.
Ahora ha desaparecido del paisaje de los
coches de la Puerta de Triana otro mito sevillano: Vicente
el del Canasto. Cuando todos estábamos convencidos de que a
Vicente el del Canasto lo iba a matar un coche, no lo ha
matado un coche, sino que lo ha matado Sevilla como la
ciudad hace las cosas: con el olvido y con el silencio.
Vicente está ya, sin
canasto, sin llevarse la mano a la cabeza en forma de
visera, sin coches, en Jesús Abandonado. Si los amigos de
la Tertulia del Cañonazo acogieran la idea que les expongo,
podríamos dar a Vicente el homenaje y des pedida de
Sevilla. Sería como el de Antoñito Procesiones: hacer
feliz a un hombre. Nos iríamos todos con los coches a
Jesús Abandonado, formaríamos allí un embotellamiento
como de salida del Cortinglés y pondríamos a Vicente, con
su canasto, con todo su esplendor y gloria, a que pasara y
paseara, loco azogue del espejo de Sevilla, entre los
coches, metiendo la cabeza por sus ventanillas, columbrando
sombras por entre los parabrisas, dando mil y una vueltas
y revueltas. El canasto de Vicente fue uno de los
objetos mágicos más importantes de la Sevilla de la
transición. Era Vicente como el símbolo de una Sevilla que
había perdido algo y que no acababa de encontrar otras
cosas. Asentadas las cosas, parece como que Vicente no
tuviera ya nada que buscar entre los coches, que lo hubiera
finalmente encontrado, en ese mundo mágico donde unos
hablan que buscaba entre los coches a la novia que se le fue
con otro, o que buscaba entre los coches al padre que se
llevaron los nacionales en un Balilla para fusilarlo.
Todas las mañanas, cuando paso por la Puerta de Triana,
todas las noches, cuando paso por la calle Tetuán, veo la
sombra de un canasto. Y tomo la pluma cortada a la
cervantina para escribir diciendo que ahora que se ha ido
Vicente todos somos los locos que buscamos la verdad de
Sevilla entre los coches que vienen y los sueños que se
van.
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