Aquel día de
perros creímos, ilusos de nosotros, ignorantes,
inexpertos, que éramos Gatos sin Fronteras.
Que,
erigidos como en una ONG unifamiliar de protección a
los animales, habíamos adoptado un gato aquella mañana
de invierno como de cuento de Charles Dickens, fría y
lluviosa, con el cielo plomizo, con las paredes húmedas,
en que Isabel trajo a casa dentro de su bolso del
gimnasio por el que asomaba su cabecita aquel
pirraquita mojado, aterido de frío, tiritando, con
las patitas y las orejitas heladas, el hociquito goteándole,
que el portero había encontrado abandonado, maullando
y deambulando abajo en el jardín de casa y que por
mucho que lo ponía otra vez en la calle para ver si
encontraba el camino de la casa y de la madre que había
perdido, volvía insistentemente al portal, como
cumpliendo un destino escrito en las estrellas de las
infinitas noches gatunas.
Estábamos
completamente equivocados.
De recoger
a un gato abandonado, nada.
Ahora
finalmente hemos podido saber la verdad.
La verdad
es que hemos descubierto que los que estábamos
abandonados éramos nosotros.
Que somos
nosotros quienes tenemos la inmensa suerte de que nos
permita vivir en su casa un gato romano, bello y
elegante; un gato armónico, distinguido, porque a
diferencia de los hombres, no hay gatos cursis, no hay
gatos horteras, no hay gatos ineducados, no hay gatos
soeces, no hay gatos vulgares: un gato escultórico
como de Louvre y egipcio como de Museo Británico
cuando se sienta; fotogénico cuando se mete bajo una
almohada y asoma su cabeza picarona con los ojos
verdes muy abiertos y las orejas muy erguidas; rey
destronado de un imperio perdido, emperador sin orbe,
descubridor sin Finisterre, conquistador sin legiones,
sultán de miles de noches de tejados y pájaros, que,
solitario e magnánimo, nos concede el raro e inmenso
honor de permitirnos vivir junto a él por que le
caemos simpáticos.
¿He dicho
permitirnos? Bórrenlo inmediatamente. Eso era al
principio, hace mucho tiempo, cuando era un gato
infante, un gatito niño. Al principio nos lo permitía.
Ahora ya, gato adulto, todo un Señor Don Gato, nos lo
exige.
Ahora sabemos que sí, que el gato es un animal
de compañía. Pero no como suele entenderse. El gato
es un animal de compañía porque nos exige vivir a su
lado para que seamos nosotros los que le demos compañía
a él. Y ojo si no se la damos, si lo dejamos solo más
horas de las habituales o si nos atrevemos a irnos de
fin de semana y dejarlo en casa con abundante comida
seca en sus aposentos. A la vuelta nos mirará con el
desprecio infinito de una reina ofendida y tardará
mucho tiempo en concedernos el perdón en forma de
maullido. Nos ignorará hasta nueva orden. Lo leímos
a Derek Bruce: "Para mantener una verdadera
perspectiva de lo que valemos, todos deberíamos tener
un perro que nos adore y un gato que nos ignore".
Lo confirmamos con Sir Harry Swanson: "No puedes
nunca ser dueño de un gato; en el mejor de los casos
te permite ser su acompañante."
Hemos
llegado a comprender que el gato tiene sobradas
razones para su soberbia. Es el animal más
independiente, más libre, más egoísta, menos
adulador que pensarse pueda. Por eso carga con esa
mala fama de arisco. Lo que sentenció, admirado,
Chateaubriand: "Me gusta del gato su carácter
independiente y casi ingrato que le impide atarse a
quien sea, la indiferencia con que transita de los
salones a su originario callejón. El gato vive solo.
No necesita sociedad alguna. Sólo obedece cuando
quiere, o simula dormir para observar mejor y araña
todo cuanto puede arañar."
El gato sabe que habiéndonos permitido vivir
en su casa llega a hacerse imprescindible en su
absoluta inutilidad, ahora que en nuestras casas no
hay ratones ni en nuestras ciudades ratas que nos
traigan la peste de Albert Camus o de los infiernos de
El Bosco. No son ni mejores ni peores que los hombres,
en la observación de Jean Baptiste Say: "Se le
reprocha al gato su gusto por estar a sus anchas, su
predilección por los muebles más mullidos donde
descansar o jugar: igual que los hombres. De acechar a
los enemigos más débiles para comérselos: igual que
los hombres... De ser reacio a todas las obligaciones:
igual que los hombres una vez más".
El gato lo sabe, y de ahí su orgullo. Sabe que
el hombre hizo del caballo arma de guerra; de la
paloma, mensaje de secretos de Estado; del pez,
alimento; de la vaca, calzado para sus pies; de la
oveja, lana para su vestido. El gato sabe que el
hombre aprecia a la gallina por sus huevos; al esturión
por sus huevas a la abeja por su miel; al avestruz
porque sus plumas sirven para decorar coristas en el
Folies Bergere o en el Radio City Hall; al halcón
porque sus aprendidas habilidades cetreras limpian de
pájaros los pasillos de aterrizaje de los 747 en los
aeropuertos.
El gato
sabe que, con su excepción, casi todos los animales
de la creación forman en la Naturaleza el gran híper
del hombre. Cuando empezaron a caer aquellas cuatro
gotas y Noé introducía en su Arca aquellas parejas
de animales, estaba en realidad como rellenando los
anaqueles de subsistencias del supermercado de la
Historia de la Humanidad.
Aún no me
explico qué pintaba el gato en el Arca de Noé.
Es más:
le considero a Noé el mérito imponderable de haber
podido conseguir que un gato y una gata entraran en el
Arca. ¿Qué les haría? O mejor: ¿qué les daría?
Porque, indudablemente, a cambio de nada seguro que no
entraron. Les tuvo que prometer probablemente paraísos
de ratones y de peces para que los gatos accedieran a
entrar en el Arca. Y aun así y todo, el gato y la
gata no se quedarían muy conforme, y refunfuñarían
con el lomo arqueado y la cola inmensamente gruesa
cuando vieron que aquel truhán los habían encerrado.
Supongo
que al cabo de pocos días le ocurriría a Noé con su
arca como a nosotros con nuestro pirraca: que estaba
eternamente agradecido a la inmensa generosidad del
gato, que le permitía navegar en su arca hasta que
llegó aquella paloma con un ramo de olivo en el pico.
Paloma que
por supuesto no se comió el león en su reinado de la
selva, ni el perro adulador que le lamía las manos y
hacía carantoñas a Noé.
La paloma
se la comieron, obviamente, los dos displicentes y
orgullosos gatos del Arca.
He podido
comprender todo esto porque nuestro gato nos ha
revelado su verdad a través del evangelista de los
gatos, que es Garfield. Dice Garfield en una de sus
Verdades Gatunas reveladas a los hombres:
"Tigres, leones, panteras, elefantes, osos,
perros, focas, delfines, caballos, camellos, chimpancés,
gorilas, conejos, pulgas... ¡Todos han pasado por
ello! Los únicos que nunca hemos hecho el imbécil en
el circo...¡somos los gatos!"
Este
libro, pues, es como un largo desmentido que, en
nombre mi gato, hago en tiempo y forma a ese infundio
que han levantado contra la estirpe felina. Es
absolutamente falso que el gato sea un animal
domesticado. Sigue siendo libre. Nadie es dueño de un
gato. Ni los que se creen amos de un gato. El gato es
la criatura más libre del mundo, libertad que ha
obtenido sin necesidad de revoluciones ni guerras. El
gato está aboliendo la esclavitud a cada instante, no
reconocen amo ni señor, saben que nacieron libres e
iguales desde mucho antes de 1789.
Los gatos están en el mundo para desmentir la
falsa creencia de que todas las cosas fueron creadas
por Dios para servir al hombre, al que hizo a su
imagen y semejanza. Dios también creó al hombre para
servir al gato. Quizá la verdadera imagen de Dios sea
el gato, no el hombre, como lo vio Leonardo de Vinci:
"El más pequeño gato es una obra maestra".
No hace falta que Dios la firmara, añado, porque se
ve su estilo y su técnica sin necesidad de peritación.
La mejor Estatua de la Libertad no es una
escultura monumental rodeada por la mar, ante el
Battery Park de Nueva York. La mejor Estatua de la
Libertad es un gato sentado en el que hasta que llegó
a casa creíamos que era nuestro sillón preferido.
Vamos, en su sillón. Los gatos saben siempre escoger
el lugar matemáticamente exacto donde causan más
molestias a quienes, qué ilusos, se creen sus amos y
que acaban comprendiendo que la mejor regla de
urbanidad que hay que mantener en nuestras relaciones
caseras con estos personajes es la paciencia.
El gato es
un monumento a la independencia. Cada gato es Daoiz y
Velarde en una sola pieza. A un gato no se le puede
enseñar a coger una pelota, porque no admite amos ni
reconoce dueños. El gato desaparece cuando quiere,
vuelve cuando quiere. El gato no tiene pedigrí ni
entrenamiento. El gato solitario y buena persona.
Los gatos,
jacobinos, librepensadores, revolucionarios, ácratas,
destronan reyes a cada instante y ocupan sus tronos en
forma de sillón favorito. Libertinos ejércitos
siempre en combate, invaden incluso los más secretos
rincones del vestidor donde la hasta entonces dueña
de la casa creía que guardaba a buen recaudo sus pañuelos
de seda o sus bufandas de lana, tan cálidas para
dormir una siesta sobre ellas. El gato lleva dentro
una Guía Michelin que le dice sin error posible dónde
están los tres soles del lugar más confortable de la
casa.
Nadie ha podido domeñar a un gato, amaestrarlo
con domas y habilidades. Nadie ha podido apacentar un
rebaño de gatos. Nadie ha transportado cargas en
recuas de gatos, ha logrado que los gatos tiren de
carruajes, arrastren trineos por la nieve o corran en
disputa para que los hombres se jueguen su dinero. No
ha habido titititero capaz de hacerlo bailar sobre dos
patas al son de un tambor. Hasta el toro bravo acaba
siendo domesticado por el matador, que le enseña cómo
tiene que embestir a su muleta, y les llaman bravos a
los toros más torpes y traidores a su raza, a los que
terminan aprendiendo lo que los hombres quieren que
hagan, por algo un ruedo es siempre un heredero
arquitectónico, histórico y sociológico del circo
romano. Contemplar una redonda faena de muleta es
asistir a una sesión de doma de un animal salvaje que
termina haciendo lo que el hombre quiere. Por el
contrario, la lidia de un toro manso es el
reconocimiento de que el animal no ha perdido su
instinto; que no se deja embaucar por las telas que
los toreros llaman "los engaños"; que no
quiere ser amaestrado por el matador-domador para
embestir, por lo que busca atraparlo y herirle con sus
astas, porque sabe que es quien maneja el pretendido
engaño; y por lo que busca luego la salida de la
misma puerta por la que entró, para afirmar su
salvajismo en el campo que no ha olvidado.
No hay
domadores de gatos, como de leones; ni desbravadores
de gatos, como de caballos, que hasta aprenden estilos
de doma, inglesa, vaquera, tejana. No hay gatos de San
Bernardo que auxilien a los montañeros extraviados en
la nieve, porque no hay hombre en el mundo capaz de
poder poner a un gato un barril de ron colgando de un
collar, y menos un collar. No hay gatos que guíen a
los ciegos, porque su solidaridad termina en su propia
felicidad. No hay gatos que sirvan al hombre en sus
cacerías, porque su orgullo no les permitiría
entregar la pieza cobrada, y menos si osó matarla
alguien que no es él, supremo cazador de selvas
imposibles alfombradas en las moquetas de los pasillos
de las casas. No hay gatos que olisqueen droga en las
maletas que llegan a las cintas de entrega de los
aeropuertos, porque no admiten más habituación al tóxico
que su dependencia de la exquisitez de su lata de
mousse de salmón y trucha. No podemos dejar al gato
vigilando la casa contra los ladrones porque, por
liberales, están contra cualquier forma de violencia,
son rousseaunianos y no pueden imaginarse que exista
el robo, pues ellos, todo lo toman porque todo es
suyo, el mundo entero es de cada uno de los gatos que
existen en él, es suyo hasta ese calcetín que
descubrimos al cabo del tiempo que escondieron cerca
de su cama. Lo escribió Jean Cocteau: "Prefiero
los gatos a los perros, porque no hay gatos policías”"
Y Cocteau no hablaba de oídas. Era gatófilo. Tenía
un gato que se llamaba Karoun, al que consideraba como
"el rey de los gatos" y al que le dedicó su
libro "Drôle
de Ménage".
No hay
gatos policías porque todos son gatos ladrones:
ladrones de la belleza de sus movimientos acolchados y
neumáticos. Cuando una modelo aprenda a moverse por
una pasarela con la elegancia de un gato, habrá
logrado el ideal de la belleza. Si nos gusta Noemi
Campbell es porque quizá sea una enorme gata negra
que les da suerte a los modistos para los que desfila.
El gato,
en el mejor de los casos, llega a doméstico, nunca a
domesticado. Doméstico porque vive en la casa, cuando
se ha dignado renunciar temporalmente a su libertad
callejera, a la que vuelve en cuanto se lo ordenan el
celo o sus inmensas ansias de aventura en libertad.
Casa que, por supuesto, es la suya, nunca la nuestra.
Todo dueño de gato sabe que los gatos no aceptan más
dueños que ellos mismos, soberanos gatos dueños de
su propio destino.
La gatera
en la puerta del cortijo o en el cristal de la ventana
de la casa es siempre un Arco de Triunfo que los
hombres erigen en homenaje a la suprema libertad del
gato. El gato, todo lo más, puede ser doméstico en
cuanto señor de esa casa, maravilloso y consentido
"okupa" plenipotenciario. Aunque quizá no
podamos hablar de "gato doméstico". Entre
el sustantivo "gato" y el adjetivo "doméstico"
hay una irresoluble contradicción de términos. Son
gatos que todo lo más se dignan estar en las casas,
nos conceden ese honor.
Los gatos
son los que encuentran en el hombre un divertido
animal doméstico que les sirve, se pone a sus pies,
les da de comer, les lleva al veterinario y les limpia
todos los días la arena de su cajón sanitario.
En el
antiguo Egipto fueron dioses y eso no se olvida tan fácilmente.
Un gato es
siempre como un displicente noble venido a menos, que
a pesar de su absoluta ruina nos da orgullosamente en
toda la cara con sus blasones. El gato no encuentra
razones para obedecer a ningún otro animal, aunque
camine sobre dos piernas, se crea la medida del mundo
y se llame a sí mismo hombre.
El gato pasea su independencia desde el antiguo
Egipto a la Inglaterra del Imperio donde la Reina
Victoria de Inglaterra sentía pasión por los gatos,
hasta el punto de que su favorita, White Heather, una
gata persa, sobrevivió a la muerte de la soberana,
pero siguió viviendo como una reina en el palacio de
Buckingham hasta bien entrado el reinado de Eduardo
VII. De la Roma clásica de los gatos del Coliseo a
los Estados Unidos donde a la muerte de Kitten, el
gato del presidente John Fitzgerald Kennedy, se publicó
una nota necrológica en un diario de Washington en la
que se leía: "Contrariamente a los humanos en su
posición, Kitten no escribió sus memorias ni buscó
sacar provecho de su estancia en la Casa Blanca".
Casa Blanca donde se dice que el presidente Theodore
Roosevelt conversaba con sus gatos Tom y Slipper sobre
el Canal de Panamá o donde Socks, el más famoso
inquilino de la mansión presidencial, recibía
durante el mandato de Bill Clinton más de cien mil
cartas de admiradores al año. Cartas que eran
puntualmente contestadas por un equipo de voluntarios
que firmaban las respuestas con la huella impresa del
gato. Desde la Antigüedad en que el gato dejó de ser
salvaje para dignarse vivir junto al hombre hasta
nuestros días, contra la general creencia debemos
proclamar que somos los hombres los domesticados por
los gatos.
Ya lo dijo
en 1611 Tomás de Cavarrubias, cuando en su
"Tesoro de la lengua castellana" hace el
elogio del gato: "El gato es animal ligeríssimo
y rapacíssimo, que en un momento pone en cobro lo que
halla a mal recaudo; y con ser tan casero jamás se
domestica, porque no se dexa llevar de un lugar a otro
si no es metiéndole por engaño en un costal, y
aunque le lleven a otro lugar se buelve, sin entender
cómo pudo saber el camino. Él es de calidad y
hechura del tigre."
En este
libro se cuenta la historia de cómo se ha cumplido
una vez más la sentencia de Marcel Mauss: "El
gato es el único animal que ha conseguido domesticar
al hombre".
Remo, al
menos, nos ha domesticado a Isabel y a mí.
Remo:
por la condición europea y romana de su raza imperial
y latina, ése es el nombre de nuestro dueño.
Porque
aunque ciudadanos libres, tenemos que reconocer que
somos súbditos de un gato.
Y que
estamos encantados de serlo.
Ni Julio César
cuando conquistaba el mundo con sus legiones; ni
Felipe II cuando en sus reinos no se ponía el sol; ni
Napoleón cuando pintaba con la tricolor los hielos de
la estepa rusa; ni la Reina Victoria, en todo el
esplendor colonial del Imperio Británico, tuvieron
tanto poder como Remo, emperador romano hasta del último
rincón de esta casa. La suya, claro: ya no la
nuestra.
Donde se
digna permitirnos vivir.
Anticipo
del libro en el "Magazine" de El Mundo,
28/9/2003 Capítulo "Y Dios creó
al gato" (con ilustraciones del libro)
"Miau",
por Ignacio Camacho
(
ABC
19/10/2003 )
"A
los gatos los perseguía la Iglesia y ahora los
persigue la Bauhaus" (Entrevista por
Francisco Correal, "Diario de
Sevilla", 19/10/2003
Antonio
Burgos traza una defensa literaria de los gatos
(Eva Díaz Pérez El Mundo, 21/10/2003)
Burgos
se mete en la piel de un gato en su nuevo libro. El
escritor reivindica a los felinos en "Gatos sin
fronteras. Andanzas y fortunas de Remo"
(Agencia Efe, "Diario de Jerez"m 19/10/2003)
Comentario
del libro por José Luis Montoya, en ABC de
Sevilla (8/10/2003)
"Gatos
sin fronteras" en el sitio de Internet de La
Esfera de los Libros (noticias, informaciones y
críticas)
Recomendado
por Veterinaria Org
Reseña
sobre el libro en la revista "Gatomaquia"
"Gatos sin
Frontera" en Plata y Oro
"Gatos
sin frontera" en "El Gato en la
literatura"