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Gatos sin Fronteras 
Andanzas y fortunas de Remo, un gato callejero
Un libro de Antonio Burgos   A la venta la decimocuarta edición
Alegatos de los Gatos  segunda parte de "Gatos sin Fronteras" clic para informacíón sobre este nuevo libro newchico.gif (899 bytes)

Madrid, 2003  Precio: 19,00 € / 3.161 ptas. Páginas: 336 ISBN: 849734135X Formato: 14x21 cms. Cubierta: Cartoné Número de páginas: 333. ISBN: 849734135X Editado por La Esfera de los Libros, S.L Avenida de Alfonso XIII 1, bajos. 28002 Madrid - Teléfono: +34 -912 960 200. Fax: +34- 912 960 206. e-mail: laesfera@esferalibros.com
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SINOPSIS:  

Los gatos están en el mundo para desmentir la falsa creencia de que todas las cosas fueron creadas por Dios para servir al hombre, al que hizo a su imagen y semejanza. Dios también creó al hombre para servir al gato. Ésta es la humorística, sentimental y apasionada historia novelada de uno muy particular: Remo, un gato romano, altanero, caprichoso, sibarita y egoísta, fiel representante de la más ilustre estirpe del Felis Viator, el gato callejero. Un gato abandonado y recogido con sólo unas semanas, que no olvida tan fácilmente que en el Antiguo Egipto sus congéneres fueron dioses. Remo es el protagonista y casi autor del libro, y bien podría maullar como si tal cosa: «Antonio Burgos no me recogió en la calle; fui yo quien lo adoptó a él, como una excusa para escribir éste mi libro y ésta mi historia, la historia, en realidad, de todos los gatos del mundo y la Historia del Mundo vista por los gatos. ¡Los gatos al poder!"

Presentación del libro en Sevilla (ABC Sevilla, 30/10/2003)    Críticas y comentarios al libro

Anticipo del libro en el "Magazine" de El Mundo, 28/9/2003  Capítulo "Y Dios creó al gato" (con ilustraciones del libro) 
Burgos y Remo. El escritor junto a su venerado amigo y fuente de inspiración

Primeras páginas del libro

     Aquel día de perros creímos, ilusos de nosotros, ignorantes, inexpertos, que éramos Gatos sin Fronteras.

     Que, erigidos como en una ONG unifamiliar de protección a los animales, habíamos adoptado un gato aquella mañana de invierno como de cuento de Charles Dickens, fría y lluviosa, con el cielo plomizo, con las paredes húmedas, en que Isabel trajo a casa dentro de su bolso del gimnasio por el que asomaba su cabecita aquel pirraquita mojado, aterido de frío, tiritando, con las patitas y las orejitas heladas, el hociquito goteándole, que el portero había encontrado abandonado, maullando y deambulando abajo en el jardín de casa y que por mucho que lo ponía otra vez en la calle para ver si encontraba el camino de la casa y de la madre que había perdido, volvía insistentemente al portal, como cumpliendo un destino escrito en las estrellas de las infinitas noches gatunas.

     Estábamos completamente equivocados.

     De recoger a un gato abandonado, nada.

     Ahora finalmente hemos podido saber la verdad.

     La verdad es que hemos descubierto que los que estábamos abandonados éramos nosotros.

     Que somos nosotros quienes tenemos la inmensa suerte de que nos permita vivir en su casa un gato romano, bello y elegante; un gato armónico, distinguido, porque a diferencia de los hombres, no hay gatos cursis, no hay gatos horteras, no hay gatos ineducados, no hay gatos soeces, no hay gatos vulgares: un gato escultórico como de Louvre y egipcio como de Museo Británico cuando se sienta; fotogénico cuando se mete bajo una almohada y asoma su cabeza picarona con los ojos verdes muy abiertos y las orejas muy erguidas; rey destronado de un imperio perdido, emperador sin orbe, descubridor sin Finisterre, conquistador sin legiones, sultán de miles de noches de tejados y pájaros, que, solitario e magnánimo, nos concede el raro e inmenso honor de permitirnos vivir junto a él por que le caemos simpáticos.

     ¿He dicho permitirnos? Bórrenlo inmediatamente. Eso era al principio, hace mucho tiempo, cuando era un gato infante, un gatito niño. Al principio nos lo permitía. Ahora ya, gato adulto, todo un Señor Don Gato, nos lo exige. 

     Ahora sabemos que sí, que el gato es un animal de compañía. Pero no como suele entenderse. El gato es un animal de compañía porque nos exige vivir a su lado para que seamos nosotros los que le demos compañía a él. Y ojo si no se la damos, si lo dejamos solo más horas de las habituales o si nos atrevemos a irnos de fin de semana y dejarlo en casa con abundante comida seca en sus aposentos. A la vuelta nos mirará con el desprecio infinito de una reina ofendida y tardará mucho tiempo en concedernos el perdón en forma de maullido. Nos ignorará hasta nueva orden. Lo leímos a Derek Bruce: "Para mantener una verdadera perspectiva de lo que valemos, todos deberíamos tener un perro que nos adore y un gato que nos ignore". Lo confirmamos con Sir Harry Swanson: "No puedes nunca ser dueño de un gato; en el mejor de los casos te permite ser su acompañante."

     Hemos llegado a comprender que el gato tiene sobradas razones para su soberbia. Es el animal más independiente, más libre, más egoísta, menos adulador que pensarse pueda. Por eso carga con esa mala fama de arisco. Lo que sentenció, admirado, Chateaubriand: "Me gusta del gato su carácter independiente y casi ingrato que le impide atarse a quien sea, la indiferencia con que transita de los salones a su originario callejón. El gato vive solo. No necesita sociedad alguna. Sólo obedece cuando quiere, o simula dormir para observar mejor y araña todo cuanto puede arañar."
     El gato sabe que habiéndonos permitido vivir en su casa llega a hacerse imprescindible en su absoluta inutilidad, ahora que en nuestras casas no hay ratones ni en nuestras ciudades ratas que nos traigan la peste de Albert Camus o de los infiernos de El Bosco. No son ni mejores ni peores que los hombres, en la observación de Jean Baptiste Say: "Se le reprocha al gato su gusto por estar a sus anchas, su predilección por los muebles más mullidos donde descansar o jugar: igual que los hombres. De acechar a los enemigos más débiles para comérselos: igual que los hombres... De ser reacio a todas las obligaciones: igual que los hombres una vez más".   

     El gato lo sabe, y de ahí su orgullo. Sabe que el hombre hizo del caballo arma de guerra; de la paloma, mensaje de secretos de Estado; del pez, alimento; de la vaca, calzado para sus pies; de la oveja, lana para su vestido. El gato sabe que el hombre aprecia a la gallina por sus huevos; al esturión por sus huevas a la abeja por su miel; al avestruz porque sus plumas sirven para decorar coristas en el Folies Bergere o en el Radio City Hall; al halcón porque sus aprendidas habilidades cetreras limpian de pájaros los pasillos de aterrizaje de los 747 en los aeropuertos.

     El gato sabe que, con su excepción, casi todos los animales de la creación forman en la Naturaleza el gran híper del hombre. Cuando empezaron a caer aquellas cuatro gotas y Noé introducía en su Arca aquellas parejas de animales, estaba en realidad como rellenando los anaqueles de subsistencias del supermercado de la Historia de la Humanidad.

     Aún no me explico qué pintaba el gato en el Arca de Noé.

     Es más: le considero a Noé el mérito imponderable de haber podido conseguir que un gato y una gata entraran en el Arca. ¿Qué les haría? O mejor: ¿qué les daría? Porque, indudablemente, a cambio de nada seguro que no entraron. Les tuvo que prometer probablemente paraísos de ratones y de peces para que los gatos accedieran a entrar en el Arca. Y aun así y todo, el gato y la gata no se quedarían muy conforme, y refunfuñarían con el lomo arqueado y la cola inmensamente gruesa cuando vieron que aquel truhán los habían encerrado.

     Supongo que al cabo de pocos días le ocurriría a Noé con su arca como a nosotros con nuestro pirraca: que estaba eternamente agradecido a la inmensa generosidad del gato, que le permitía navegar en su arca hasta que llegó aquella paloma con un ramo de olivo en el pico.

     Paloma que por supuesto no se comió el león en su reinado de la selva, ni el perro adulador que le lamía las manos y hacía carantoñas a Noé.

     La paloma se la comieron, obviamente, los dos displicentes y orgullosos gatos del Arca.

     He podido comprender todo esto porque nuestro gato nos ha revelado su verdad a través del evangelista de los gatos, que es Garfield. Dice Garfield en una de sus Verdades Gatunas reveladas a los hombres: "Tigres, leones, panteras, elefantes, osos, perros, focas, delfines, caballos, camellos, chimpancés, gorilas, conejos, pulgas... ¡Todos han pasado por ello! Los únicos que nunca hemos hecho el imbécil en el circo...¡somos los gatos!"

     Este libro, pues, es como un largo desmentido que, en nombre mi gato, hago en tiempo y forma a ese infundio que han levantado contra la estirpe felina. Es absolutamente falso que el gato sea un animal domesticado. Sigue siendo libre. Nadie es dueño de un gato. Ni los que se creen amos de un gato. El gato es la criatura más libre del mundo, libertad que ha obtenido sin necesidad de revoluciones ni guerras. El gato está aboliendo la esclavitud a cada instante, no reconocen amo ni señor, saben que nacieron libres e iguales desde mucho antes de 1789. 

     Los gatos están en el mundo para desmentir la falsa creencia de que todas las cosas fueron creadas por Dios para servir al hombre, al que hizo a su imagen y semejanza. Dios también creó al hombre para servir al gato. Quizá la verdadera imagen de Dios sea el gato, no el hombre, como lo vio Leonardo de Vinci: "El más pequeño gato es una obra maestra". No hace falta que Dios la firmara, añado, porque se ve su estilo y su técnica sin necesidad de peritación. 

     La mejor Estatua de la Libertad no es una escultura monumental rodeada por la mar, ante el Battery Park de Nueva York. La mejor Estatua de la Libertad es un gato sentado en el que hasta que llegó a casa creíamos que era nuestro sillón preferido. Vamos, en su sillón. Los gatos saben siempre escoger el lugar matemáticamente exacto donde causan más molestias a quienes, qué ilusos, se creen sus amos y que acaban comprendiendo que la mejor regla de urbanidad que hay que mantener en nuestras relaciones caseras con estos personajes es la paciencia.

     El gato es un monumento a la independencia. Cada gato es Daoiz y Velarde en una sola pieza. A un gato no se le puede enseñar a coger una pelota, porque no admite amos ni reconoce dueños. El gato desaparece cuando quiere, vuelve cuando quiere. El gato no tiene pedigrí ni entrenamiento. El gato solitario y buena persona.

     Los gatos, jacobinos, librepensadores, revolucionarios, ácratas, destronan reyes a cada instante y ocupan sus tronos en forma de sillón favorito. Libertinos ejércitos siempre en combate, invaden incluso los más secretos rincones del vestidor donde la hasta entonces dueña de la casa creía que guardaba a buen recaudo sus pañuelos de seda o sus bufandas de lana, tan cálidas para dormir una siesta sobre ellas. El gato lleva dentro una Guía Michelin que le dice sin error posible dónde están los tres soles del lugar más confortable de la casa. 

        Nadie ha podido domeñar a un gato, amaestrarlo con domas y habilidades. Nadie ha podido apacentar un rebaño de gatos. Nadie ha transportado cargas en recuas de gatos, ha logrado que los gatos tiren de carruajes, arrastren trineos por la nieve o corran en disputa para que los hombres se jueguen su dinero. No ha habido titititero capaz de hacerlo bailar sobre dos patas al son de un tambor. Hasta el toro bravo acaba siendo domesticado por el matador, que le enseña cómo tiene que embestir a su muleta, y les llaman bravos a los toros más torpes y traidores a su raza, a los que terminan aprendiendo lo que los hombres quieren que hagan, por algo un ruedo es siempre un heredero arquitectónico, histórico y sociológico del circo romano. Contemplar una redonda faena de muleta es asistir a una sesión de doma de un animal salvaje que termina haciendo lo que el hombre quiere. Por el contrario, la lidia de un toro manso es el reconocimiento de que el animal no ha perdido su instinto; que no se deja embaucar por las telas que los toreros llaman "los engaños"; que no quiere ser amaestrado por el matador-domador para embestir, por lo que busca atraparlo y herirle con sus astas, porque sabe que es quien maneja el pretendido engaño; y por lo que busca luego la salida de la misma puerta por la que entró, para afirmar su salvajismo en el campo que no ha olvidado.

     No hay domadores de gatos, como de leones; ni desbravadores de gatos, como de caballos, que hasta aprenden estilos de doma, inglesa, vaquera, tejana. No hay gatos de San Bernardo que auxilien a los montañeros extraviados en la nieve, porque no hay hombre en el mundo capaz de poder poner a un gato un barril de ron colgando de un collar, y menos un collar. No hay gatos que guíen a los ciegos, porque su solidaridad termina en su propia felicidad. No hay gatos que sirvan al hombre en sus cacerías, porque su orgullo no les permitiría entregar la pieza cobrada, y menos si osó matarla alguien que no es él, supremo cazador de selvas imposibles alfombradas en las moquetas de los pasillos de las casas. No hay gatos que olisqueen droga en las maletas que llegan a las cintas de entrega de los aeropuertos, porque no admiten más habituación al tóxico que su dependencia de la exquisitez de su lata de mousse de salmón y trucha. No podemos dejar al gato vigilando la casa contra los ladrones porque, por liberales, están contra cualquier forma de violencia, son rousseaunianos y no pueden imaginarse que exista el robo, pues ellos, todo lo toman porque todo es suyo, el mundo entero es de cada uno de los gatos que existen en él, es suyo hasta ese calcetín que descubrimos al cabo del tiempo que escondieron cerca de su cama. Lo escribió Jean Cocteau: "Prefiero los gatos a los perros, porque no hay gatos policías”" Y Cocteau no hablaba de oídas. Era gatófilo. Tenía un gato que se llamaba Karoun, al que consideraba como "el rey de los gatos" y al que le dedicó su libro "Drôle de Ménage".

     No hay gatos policías porque todos son gatos ladrones: ladrones de la belleza de sus movimientos acolchados y neumáticos. Cuando una modelo aprenda a moverse por una pasarela con la elegancia de un gato, habrá logrado el ideal de la belleza. Si nos gusta Noemi Campbell es porque quizá sea una enorme gata negra que les da suerte a los modistos para los que desfila.

     El gato, en el mejor de los casos, llega a doméstico, nunca a domesticado. Doméstico porque vive en la casa, cuando se ha dignado renunciar temporalmente a su libertad callejera, a la que vuelve en cuanto se lo ordenan el celo o sus inmensas ansias de aventura en libertad. Casa que, por supuesto, es la suya, nunca la nuestra. Todo dueño de gato sabe que los gatos no aceptan más dueños que ellos mismos, soberanos gatos dueños de su propio destino.

     La gatera en la puerta del cortijo o en el cristal de la ventana de la casa es siempre un Arco de Triunfo que los hombres erigen en homenaje a la suprema libertad del gato. El gato, todo lo más, puede ser doméstico en cuanto señor de esa casa, maravilloso y consentido "okupa" plenipotenciario. Aunque quizá no podamos hablar de "gato doméstico". Entre el sustantivo "gato" y el adjetivo "doméstico" hay una irresoluble contradicción de términos. Son gatos que todo lo más se dignan estar en las casas, nos conceden ese honor.

     Los gatos son los que encuentran en el hombre un divertido animal doméstico que les sirve, se pone a sus pies, les da de comer, les lleva al veterinario y les limpia todos los días la arena de su cajón sanitario.

     En el antiguo Egipto fueron dioses y eso no se olvida tan fácilmente.

     Un gato es siempre como un displicente noble venido a menos, que a pesar de su absoluta ruina nos da orgullosamente en toda la cara con sus blasones. El gato no encuentra razones para obedecer a ningún otro animal, aunque camine sobre dos piernas, se crea la medida del mundo y se llame a sí mismo hombre.  

     El gato pasea su independencia desde el antiguo Egipto a la Inglaterra del Imperio donde la Reina Victoria de Inglaterra sentía pasión por los gatos, hasta el punto de que su favorita, White Heather, una gata persa, sobrevivió a la muerte de la soberana, pero siguió viviendo como una reina en el palacio de Buckingham hasta bien entrado el reinado de Eduardo VII. De la Roma clásica de los gatos del Coliseo a los Estados Unidos donde a la muerte de Kitten, el gato del presidente John Fitzgerald Kennedy, se publicó una nota necrológica en un diario de Washington en la que se leía: "Contrariamente a los humanos en su posición, Kitten no escribió sus memorias ni buscó sacar provecho de su estancia en la Casa Blanca". Casa Blanca donde se dice que el presidente Theodore Roosevelt conversaba con sus gatos Tom y Slipper sobre el Canal de Panamá o donde Socks, el más famoso inquilino de la mansión presidencial, recibía durante el mandato de Bill Clinton más de cien mil cartas de admiradores al año. Cartas que eran puntualmente contestadas por un equipo de voluntarios que firmaban las respuestas con la huella impresa del gato. Desde la Antigüedad en que el gato dejó de ser salvaje para dignarse vivir junto al hombre hasta nuestros días, contra la general creencia debemos proclamar que somos los hombres los domesticados por los gatos.

     Ya lo dijo en 1611 Tomás de Cavarrubias, cuando en su "Tesoro de la lengua castellana" hace el elogio del gato: "El gato es animal ligeríssimo y rapacíssimo, que en un momento pone en cobro lo que halla a mal recaudo; y con ser tan casero jamás se domestica, porque no se dexa llevar de un lugar a otro si no es metiéndole por engaño en un costal, y aunque le lleven a otro lugar se buelve, sin entender cómo pudo saber el camino. Él es de calidad y hechura del tigre."

     En este libro se cuenta la historia de cómo se ha cumplido una vez más la sentencia de Marcel Mauss: "El gato es el único animal que ha conseguido domesticar al hombre".

     Remo, al menos, nos ha domesticado a Isabel y a mí.

       Remo: por la condición europea y romana de su raza imperial y latina, ése es el nombre de nuestro dueño.

     Porque aunque ciudadanos libres, tenemos que reconocer que somos súbditos de un gato.

     Y que estamos encantados de serlo.

     Ni Julio César cuando conquistaba el mundo con sus legiones; ni Felipe II cuando en sus reinos no se ponía el sol; ni Napoleón cuando pintaba con la tricolor los hielos de la estepa rusa; ni la Reina Victoria, en todo el esplendor colonial del Imperio Británico, tuvieron tanto poder como Remo, emperador romano hasta del último rincón de esta casa. La suya, claro: ya no la nuestra.

     Donde se digna permitirnos vivir.

Anticipo del libro en el "Magazine" de El Mundo, 28/9/2003  Capítulo "Y Dios creó al gato" (con ilustraciones del libro) 

"Miau", por Ignacio Camacho ( ABC 19/10/2003 ) 

"A los gatos los perseguía la Iglesia y ahora los persigue la Bauhaus" (Entrevista por Francisco Correal, "Diario de Sevilla", 19/10/2003 

Antonio Burgos traza una defensa literaria de los gatos (Eva Díaz Pérez El Mundo, 21/10/2003)  

Burgos se mete en la piel de un gato en su nuevo libro. El escritor reivindica a los felinos en "Gatos sin fronteras. Andanzas y fortunas de Remo" (Agencia Efe, "Diario de Jerez"m 19/10/2003)

Comentario del libro por José Luis Montoya, en ABC de Sevilla  (8/10/2003) 

"Gatos sin fronteras" en el sitio de Internet de La Esfera de los Libros (noticias, informaciones y críticas)  

Recomendado por Veterinaria Org 

Reseña sobre el libro en la revista "Gatomaquia"  

"Gatos sin Frontera" en Plata y Oro  

"Gatos sin frontera" en "El Gato en la literatura"

Remo tiene su propio sitio en Internet: "Los Gatos Contados por Sí Mismos"

Textos de A.B. sobre gatos, perros y otros maravillosos animales

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