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Joaquín
Romero Murube
era un exquisito poeta de la desconocida Serie B de la
Generación del 27 y un gran escritor de periódicos, cuya obra
apenas es valorada en España por causa de su fidelidad a la
tierra sevillana, donde fue un solitario luchador contra la
destrucción del patrimonio histórico desde su soledad de
alcaide del Alcázar. En una versión meridional del
"Mariano de Cavia", en el ABC han dado su nombre a un
premio periodístico que este año ha ganado otro poeta, casi
colombroño de Joaquín
Romero Murube: Joaquín Caro Romero. Y en su discurso de la
cena de entrega del premio, Caro Romero contó una versión de
un lance de humor en torno al autor de "Tierra y
canción" y otros olvidados libros, como "Pueblo
lejano", que es un "Ocnos" con zahones, con
olivares en lugar de magnolios y retranca marismeña en vez de
indolencia enganchada a la inglesa. Aunque Caro Romero la narró
de otra forma, puedo fijar para la historia la versión exacta
de la leyenda de los gatos de Romero Murube, porque el hecho
ocurrió en mi barrio, en la Puerta del Arenal, donde a la guasa
de Sevilla le llega por el río la gracia de Cádiz.
En la ciudad era conocida la mordacidad cruzada con mala
leche de Romero Murube. Y una noche de verano que iba a cenar al
aire libre en unos veladores con unos amigos, se acercó el
poeta a comprar pescado a la freiduría del Arenal. Como eran
varios los comensales, pidió dos kilos de pescada, otro de
chocos, medio de acedías, más los rábanos y roscas de ritual.
Y un vecino del barrio que también comprando pescado frito
estaba, en viendo los papelones que sacaba el poeta de la
freiduría, le dijo:
-- Don Joaquín, ¿usted ve la cantidad de pescado que lleva
usted ahí? Pues poco es para darle de comer a los gatos que
tiene usted en la barriga.
Estaba Caro Romero contando su versión del lance y yo me
acordaba de España. Si los papelones que sacaba Romero Murube
de la freiduría de mi barrio pocos eran para los gatos de su
barriga, imagínense si a Setién, el asesor de Ibarreche en
asuntos políticos, le gustara el pescado frito en vez de al pil-pil.
Entonces no digo yo los peroles enteros de la freiduría del
Arenal: las capturas todas de un año de campaña de Pescanova
necesitaríamos. Se agotaría el banco sahariano y acabaríamos
con los caladeros del Gran Sol. Si aquel parroquiano de mi
barrio que le dijo aquello a Romero Murube hubiera conocido a
Setién, seguro que habría sentenciado: "Ese tiene en la
barriga gatos por estrenar..." (Por eso lo ha contratado
Ibarreche, para que los estrene.)
Sobre Joaquín Caro Romero,
en El RedCuadro
La
venganza de Laffón
Sobre Monseñor Setién, en El
RedCuadro:
- Silogismos sobre Setién
- Aparte del problema vasco está el Problema Setién
- Sin Setién
- Obispos como árbitros
- El setienazo de Yanes
Sobre Romero Murube, en El RedCuadro:
- Carta a Romero Murube
- Un Volkswagen en el Alcázar
- Los cielos que hallamos
Anécdotas de Joaquín Romero
Murube, contadas por Joaquín Caro Romero (tomado
de ABC de
Sevilla, "Cena en la Casa de
ABC de Sevilla con motivo de la entrega del premio «Joaquín
Romero Murube» "14/11/2002)
En su intervención, Joaquín
Caro Romero, expresó su gratitud a los presentes «y también a
algunos ausentes como la ministra de Cultura y el secretario de
Estado de Cultura, que me expresaron sus congratulaciones».
Recordó a continuación que entró en ABC «a mis veintiún años
de la mano de Romero Murube. Mis primeros artículos empezaron a
ver la luz aquí por intercesión suya, a la que se unía la
hospitalidad de esta Casa por los valores jóvenes. El veía en
mí, antes que al discípulo, al hijo que no tuvo. Y miren por dónde
hasta me casé con la hija de un lejano familiar del maestro, de
cuyo espíritu me siento, dentro de mi insignificancia,
heredero. El próximo viernes hará treinta y tres años que le
di mi último adiós o mi adiós provisional. Cuánto Joaquín y
cuánto Romero hubo entre nosotros. El nombre, el apellido, las
inclinaciones cultivadas y los afectos compartidos unificaban
nuestras identidades, en una conexión de plena confianza. En
repetidas ocasiones llegaban cartas y libros a mi domicilio, no
a mi nombre, sino al suyo. Yo se lo contaba a él y nos divertíamos
con el trueque de personalidades. El Martes Santo de 1993
apareció en ABC de Sevilla un artículo con su firma. Lo había
escrito yo, pero el subconsciente del teclista dictó su rúbrica.
Como diría Borges, «el otro, el mismo». No era la primera
vez, ni sería la última, que confundían al discípulo con el
maestro. En una lectura poética que yo ofrecí en Madrid
semanas antes de su muerte, unas escritoras que le admiraban
-María Alfaro y Carmen Bravo-Villasante- fueron a escuchar al
otro Joaquín y se encontraron con el sobrino de Dorian Gray».
Caro Romero salpicó su discurso con anécdotas como la del
colega de generación de Romero Murube, «que le tenía más
temor que cariño, censuraba sus heterodoxos comportamientos,
como cuando a mitad de los años cuarenta publicó Adonais su «Kasida
del olvido». Al recibir el paquete con los primeros ejemplares
del libro que le correspondían como autor, don Joaquín se
reunió con unos amigos en el Alcázar y la velada se convirtió
en lo que tenía que convertirse, en un ágape surrealista, dada
la calidad y el ingenio de los invitados y del invitador.
Empezaron los contertulios a tapear y, sobre todo, a beber más
de la cuenta. Y, para que las musas no se quedaran sedientas ni
hambrientas, no se le ocurrió otra cosa al imaginativo anfitrión,
con la complicidad de los oficiantes en la ceremonia, que
convertir los libros recién llegados en imprevistos sandwichs
variados de papel, introduciendo entre sus páginas exquisitas
lonchas de jamón, queso, chorizo y otros embutidos. ¿Cómo
celebrar mejor la publicación de un libro de versos que comiéndoselo
con una sabrosa guarnición? ¿A qué esperar, a que los
profanasen las polillas y los roedores en el almacen del editor
o del librero? Se comieron materialmente los libros: setenta
finas páginas, encuadernadas en rústica, de un formato 11 por
15, deben tragarse sin martirio. Aquellos ilustres antropófagos
de la cultura resucitaron el espíritu de los ismos de los años
veinte en la miseria de la posguerra, como un inusitado
estrambote de la célebre cena de las barbas organizada por el
grupo «Mediodía», que recuperaba un gesto de ruptura
vanguardista protagonizado por un poeta ya cuarentón, pero cuya
edad biológica se diferenciaba estando por debajo de la lozanía
de la edad temática de su acción».
Destacó también el talante escéptico,
burlón y austero de Romero Murube «que enmascaraba su
dolor con la elegancia de los elegidos. El dolor por los cielos
que iba perdiendo. El sabía que el gran «negocio» era
conservar Sevilla, no destruirla, pero no le quisieron escuchar.
El tiempo le ha dado la razón, porque la Sevilla de Romero
Murube se fue con él para siempre. Ya no hay nada que salvar.
De él se cuentan anécdotas en distintas versiones que tienen más
visos de ficción que de realidad, como la que relata su llegada
una noche, ya de recogida, al Alcázar, y un guarda le preguntó
si se sentía mal al verlo bajarse de su Volswagen negro con una
mano en el estómago en opresión de fastidio napoleónico.
-No me encuentro bien -dicen que respondió-, porque he
estado con unos amigos tomando copas y me he comido, por lo
menos, dos kilos de pescado.
El guarda le soltó esta impertinencia:
-¿Dos kilos nada más? No es mucho pescao pa los gatos
que tiene usté en la barriga, don Joaquín.
«Fue un hombre polémico en la Sevilla de su tiempo y ello le
acarreó no pocos problemas. Servir con el amor, la verdad y la
independencia a la tierra de uno no siempre es bien entendido ni
correspondido. Se dice que Sevilla hace a sus hombre y luego los
aburre. Desde unas libertades que ayer no se tenían cuesta
imaginarse hoy que Joaquín Romero Murube, católico, apostólico
y romano de la ciudad de Sevilla y pregonero de su Semana Santa
en 1944, estuviera a punto de ser excomulgado en 1949 por el
cardenal Segura a causa de un artículo que publicó en este
ABC.»
«Se casó con una prima suya. Era un hombre que despertaba la
admiración, la simpatía, el afecto y la curiosidad de las
mujeres, porque las mujeres se sienten más atraídas por el
hombre interesante que por el guapo. Sabido es que ligaba más
el feo Chateaubriand que el lindo Stendhal. Las mujeres y la
literatura nos daban muchos temas de conversación, como si no
nos separasen la experiencia y los años. El y yo, como Rubén
Darío, pensábamos que «la mejor musa es la de carne y hueso».
«Un día, paseando juntos por los jardines del Alcázar, se le
acercó una turista a preguntarle algo y él le contestó en
inglés. Yo, sorprendido, porque nunca antes le había escuchado
hablar en inglés, le pregunté:
-Don Joaquín, ¿dónde aprendió usted el inglés?
Y don Joaquín, muy serio, muy digno, sin titubear, con su
afiladísimo sentido del humor y reprimiéndose la ternura, me
dijo:
-En la cama.
Yo no sé quién fue la profesora de inglés de don Joaquín,
pero sí sé cuál era la de francés. Fue la que tradujo en
1953 una antología poética suya que tituló «Silences d´Andalousie»
y en 1958 «Village lointain», un libro de la estirpe de «Ocnos».
Era madame la Granduille, que utilizaba el seudónimo de Ana
Arroyo. Un día me la presentó. Ella fue la que nos hizo la última
foto juntos meses antes de la pérdida del políglota sultán
del Alcázar. Al morir éste mantuve correspondencia epistolar
con aquella culta dama que le enseñó francés. De las
profesoras de alemán e italiano, si las tuvo, yo no tengo
noticias».
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