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Los
que escribimos en España, que es llorar, nos dividimos en esta
hora en dos grandes grupos. No en los que nos dedicamos a la
prosa y los del verso. No en quienes lo hacemos en castellano y
en hablantes de las otras lenguas peninsulares. Arturo Pérez
Reverte ha partido al gremio en dos: los que nos alegramos, y
bastante, de su ingreso en la Academia y por este telégrafo de
banderas felicitamos al capitán de nuestra tropa, y los que han
cogido una indigestión de envidia para la que no hay posible
bicarbonato de Torres Muñoz que aplacarla pueda.
Pérez Reverte ha anunciado que
dará su discurso de ingreso sobre el lenguaje de germanía, la
jerga que ladrones y rufianes usaban en la España del Siglo de
Oro. Punto en el cual hay un español que, a pesar de no ser
escritor, envidia bastante a Pérez Reverte. Se trata de un
magistrado, don José Manuel Ruiz Fernández, quien en junio del
año 1999 era titular del Juzgado de Instrucción número 9 de
Málaga. El señor Ruiz tiene la misma afición que el señor
Pérez: el estudio de la germanía y su utilización en
manierismos de reconstrucción de lenguajes. Pero mientras el
escritor lo hace referido al Siglo de Oro y lo pone en la saga
de Alatriste, el juez, más creador aun, investiga en el habla
rufianesca de nuestros días y la utiliza para dictar sentencias
sobre robadores de una pobre ciega que vendía los iguales del
cupón. A los hechos de las consecuencias me remito: mientras a
Pérez le han dado un sillón en la Academia, a Ruiz le ha
metido un paquete el Consejo del Poder Judicial.
Como Pérez Reverte es ya poder
fáctico, le sugeriría que escribiese al referido Consejo para
pedir la absolución de su colega de escritura, el juez Ruiz. La
sentencia sancionada es una maravilla de germanía de nuestra
hora. Lo que puso en la sentencia el juez Ruiz lo escribe con un
fondo de galeones de Indias y le quita el sillón de la Academia
a Pérez Reverte. Miren qué maravilla de lenguaje:
"Atendidas las circunstancias del hecho, lo más lógico
parece poner el grado máximo, porque, vamos, intentar mangarle
los cupones a una ciega, es ya lo último, aunque sea una ciega
con un par de..., como en este caso. Aunque bien es cierto que
casi todos los vendedores de cupones los tienen bien puestos y
es difícil dársela con queso." Y miren qué taracea
léxica en el considerando: "Pero bueno, desde cualquier
punto de vista hace feo eso de ir por ahí quitando los iguales
a los ciegos y es abusar de ellos y esas cosas y habría que
darle caña a F. B. Pero luego resulta que el hombre te sale con
lo de la droga y el síndrome y el mono y que estaba muy colgao
y, vaya, si total no llegó ni a quitárselos y tal y tal
(tentativa dice la Ley). El caso es que la Ley, que para eso es
la Ley, pone menos pena a los choris si les trincan y se comen
el marrón. No se hable más, la pena mínima y la cuota mínima
y eso porque no le puedo absolver, porque el fiscal (que es muy
buena gente, pero es fiscal) se va a cabrear y con razón».
(Como ven, se cabreó. Pero sin razón.)
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