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Son
las tres de la tarde. La calle está medio cortada al tráfico.
En las esquinas, unas vallas y unos municipales. Pasan, con
cuentagotas, los coches oficiales: un consejero de la Junta, el
presidente de una caja de ahorros que es sobrino del cardenal
que puso Franco contra Segura, la mujer de un concejal. Todos
llevan en el cristal del parabrisas el cartelito verde pistacho
de un pase de circulación, y algunos, sobre el techo, la
antenita del desactivador electrónico de coches-bomba, será
por aquello de que la Feria la inventó un vasco, cuando los
vascos se dedicaban en Sevilla a fundar ferias y no a asesinar
concejales y médicos militares.
Sé que esta calle es de
Sevilla, aunque lo disimule perfectamente. Es la calle
Asunción. Nunca supe si era por Asunción, la capital del
Paraguay, o por la subida de la Virgen a los barandales del
cielo de Cantillana en la copla de Juanito Valderrama. La
arquitectura de esta calle es lo menos sevillana que se
despacha. Por este barrio difícil y extraño, del que Manuel
Ferrand hizo literatura, se cuenta que una vez, en un congreso
de urbanismo, lo pusieron como ejemplo de lo que no se debe
hacer bajo ningún concepto. No es que sea una arquitectura
extraña: es mala arquitectura la de esta calle por donde
Sevilla va andando a la Feria. Estas fachadas podían ser del
barrio de la Concepción de Madrid. Si no fuera por estos trajes
de flamenca; por aquel sombrero de ala ancha; por ese coche de
caballos pesetero desde cuyo pescante un turista lo va
retratando todo con las siete mil fotos de la memoria de su
cámara digital; por la ilusión en la mirada de estos niños
que van de la mano de sus abuelos camino de los cacharritos,
nadie diría que esto es Sevilla y que este es el camino de la
Feria. Hay, empero, un signo inconfundible: la alegría en la
cara de la gente, lo bien vestidos que van todos, en esta
sociedad donde cada vez vamos más de trapillo.
Estoy en una esquina de la
calle Asunción, viendo este Guadalquivir humano que desemboca
en la Sanlúcar de la manzanilla de la Feria, y pienso en
aquella otra calle por la que se iba al Prado, en la calle San
Fernando. En la memoria, una copla de cigarreras del Pali.
¡Cómo es de rarita esta ciudad! Hay literatura de una calle
camino de una Feria que ya no existe y nadie le ha escrito un
verso a la calle Asunción. Asunción hace las veces de calle
San Fernando. Hasta está enfilada con la portada, que es la
antigua Fábrica de Tabacos. Una fachada irreconocible, porque
está sacada de canon en la arquitectura efímera. Como es
irreconocible quizá esta ciudad rara y difícil de la Feria, de
mil caras.
Pasa ahora una vespa. El
motorista va perfectamente vestido de corto: su sombrero de ala
ancha, su guayabera de mil ratas, sus calzonas, sus zahones.
Aparca la moto, le echa la llave y se va andando a la Feria,
Asunción arriba. Me quedo de piedra de la Catedral. Pero es que
ahora es una gitana la que trae a la grupa esa otra moto, que
también aparca en Virgen de la Cinta y también se va hacia la
Feria. Pasa un coche de caballos, enganchado al "aquí
estoy yo". Conozco a quien va allí de gran señor,
cincuenta mil duros de traje a medida. No es un cortijero ni un
latifundista. Es uno que fue de Fuerza Nueva y que pegó el
pelotazo con los socialistas cuando el 92. Cuando los turistas
lo vean, creerán que es por lo menos de la Casa de Alba, y no
será ni de papel albal su foto mañana en el periódico, porque
fijo que sale, éste es de los abonados a las fotos. Por Feria
hay abonados a los toros y abonados a salir retratados todos los
días en el periódico. Pero en este periódico que estoy
leyendo no viene aquella calle Asunción, tan real, que vi ayer,
sin famosos y sin coplas. Más que el Real de la Feria me gusta
cada vez más esta feria de la realidad que no sale en los
periódicos.
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