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que madruga, Dios le ayuda. Dios le ayuda a Sevilla en esta
mañana de la Virgen a ser más n a, más ella misma, más
lenta. Y también Dios le dice a Sevilla hoy que no por
mucho madrugar amanece más temprano. No por mucho que
madruguen los que vienen andando por los caminos del
Aljarafe, de la Vega y de los cores verán antes la dudosa
luz del día de agosto, que amasa lentamente su dorado pan
de Alcalá para presentarlo a Sevilla poco antes de que
suenen campanas en la torre mayor y se pongan en movimiento
en el Trascoro de la Catedral cuatro estallidos de ruegos
artificiales de pueblo en forma de ramos de nardos.
Anduviésemos donde anduviéramos, todos
volvimos hoy. Los sevillanos, tal día como hoy, somos todos
un poco como los canónigos que mandaron hacer la Catedral.
Todos, en la playa, por el mundo, nos decimos para los
terrenos de los adentros del alma: «Fagamos una locura tal
que los otros veraneantes nos tomen por locos». Yo he
visto, tal día como ayer, 14 de agosto, a las cuatro de la
tarde, con toda la calor del mundo en la estación de los
Portillos, cómo una escogida tropa de sevillanos llenaba un
autobús en Marbella. Sevilla tiene en este día algo
secreto de la canción del Conde Arnaldos, que no canta su
canción de nardo y amanecer sino a quien con ella va.
¿Adónde van esos coches que llegaron anocheciendo, con
mujeres que traían abanicos y morenos de la Bahía de los
Puertos? Van, vienen, venimos, a ver a la Virgen. A ver a la
Virgen de Agosto. A ver a la Virgen de Sevilla. Es decir: a
comprobar la certeza de una luz, de un olor, de una ciudad,
de un recuerdo, de una calor. ¿Somos creyentes los
sevillanos en esta mañana de los nardos? Si lo somos, es a
la manera de Santo Tomás: hasta que no metemos los dedos
del alma en la llaga de la calor de la mañana, en el rayo
de luz que baja con prisas por la calle Mateos Gago, en el
sonido de campanas de la torre mayor y la espadaña de la
Encarnación, no creemos en Sevilla. Venirnos de los
mismísimos chirlos mirlos sólo para comprobar que la
verdad de la duda sigue en el mismo sitio.
Hasta que sale la Virgen, y le pedimos
las tres gracias, o le damos las tres mil que para el caso
es lo mismo, y hay entonces un sentimiento de bajamar de la
mañana, de playa vacía. La dicha en la ciudad sólo dura
un instante y así dura esta mañana. Pocos días como hoy
produce dolor la alegría de Sevilla, con este sentido tan
estricto de la medida, del tiempo, de la brevedad. Por eso
el sevillano quiere como continuar el gozo. Por eso el
sevillano necesita que por la tarde se continúe la dicha.
Esta es la razón ritual por la que, a las seis y media, a
las siete, han de ser abiertos los cerrojos de las rojas
puertas pintadas de aceite, en una plaza de toros pintada en
la dorada calamocha del atardecer. ¿Qué van a buscar los
sevillanos ritualmente en la liturgia de los toros? Van a
buscar otra luz para el mismo gozo verdadero de la mañana.
Dios ayudó a la ciudad que madrugó para ver amanecer a la
Virgen y le sigue ayudando a la ciudad que se levantó
temprano de la siesta ara ver atardecer un pasodoble. Nunca
como hoy me parece la plaza de los toros tan catedral, tan
rito, tan rúbrica escrita con el rojo que marca la doble
raya de los picadores.
Y fue que hace cincuenta años nos dimos cuenta de esta
verdad. Purísima del celeste agosto del amanecer de
Sevilla, la Virgen de los Reyes necesitaba un seise que
proclamara la grandeza de la ciudad. Fue así que los mismos
ángeles que trajeron a la Reina de Reyes dejaron un
muchacho rubio de dieciocho años, junto al Matadero, y
decidieron darle la alternativa. En realidad aquella tarde
sonaban violines del maestro Torres y cuanto los aficionados
soñaban era la cruz palmada de los pasos de los seises,
trenzada con una franela. Aquella tarde, hace cincuenta
años, un seise bailó a la Virgen el más bello minué de
la gracia. Se llamaba Pepe Luis Vázquez. Iba de celeste y
oro.
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