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 Antonio BurgosEl Recuadro

   Las Cuarenta Sevillas

Diario 16 de Andalucía, 22 de diciemnbre de 1990

 Antonio Burgos

Portada de la antología "Las cuarenta Sevillas", de Antonio Burgos (1990)


Portada de la antología "Las Cuarenta Sevillas", de Antonio Burgos, publicada por Diario 16 de Andalucía en diciembre de 1990

Silvio

ES sencillamente genial. Más sevillano que la urna de Laureano de Pina donde reposan los restos de su admirado San Fernando. Un personaje, en esta Sevilla creadora inagotable de personajes. Contamos historias de los antiguos cuando tenemos la obligación de levantar literariamente el mapa de la Sevilla de nuestros días, para que los siglos venideros nos tomen por locos.

He tenido en estos días dos encuentros con Silvio que me mueven a recuadro. El primero de ellos fue en la terraza de Jesús Quintero, la noche del concierto de campanas. Estaba allí arriba, ante la impresionante nave de piedra de la Catedral, el mundo de Jesús Quintero, los personajes de Jesús Quintero, que a mí siempre me causan un gran respeto por lo que se impresionan ante las cosas de Sevilla, por el silencio con que tratan de comprender los arcanos. Había en las altas barandas del Loco el mismo silencio que había esta pasada madrugada en sus balcones colgados con damascos y luminarias, cuando pasaban los nazarenos del Silencio. A mí me impresiona más el silencio de Sevilla entre los heterodoxos del Loco que entre los ortodoxos capillitas. En éstos, es obligado, de rúbrica. En aquéllos, es como una búsqueda de la verdad por el certísimo camino de la duda.

Y en estas estábamos, absortos en la contemplación de tanta belleza, que hasta el cielo y los vientos le habían prestado a Sevilla unas nubes pintadas toledanamente por El Greco, cuando alguien dijo:

--Está ahí Silvio, ¿pero sabéis lo que está haciendo?

--¿El qué?

--Oyendo el partido del Sevilla con un transistor...

Llegué a comprenderlo. Cada cual se busca la belleza como puede. Y para Silvio, la belleza no estaba en la noche, en la llovizna, en el viento, en las nubes, en las campanas de la Giralda y en los sonidos de la espadaña de la Puerta del Perdón, sino en los goles de Polster. Silvio sabe mejor que nadie por qué en Sevilla hay una calle que se llama Goles.

Terminó el concierto y me acerqué a saludarlo:

--¿Qué te ha parecido?-- le dije.

Me contestó, desde la genialidad del desvarío:

--Uno a cero vamos ya...

No le hacía falta a Silvio oír las campanas. El oye campanas y sabe dónde: en sus sueños de Sevilla. Lo comprobé en el segundo encuentro, también de la mano de Jesús Quintero, que fue ante la pantalla del televisor. El genial Silvio hablaba de los Papas y se metía por las siete revueltas del ser de Sevilla:

--¡Hombre, ese Pío XII ... ! Y Juan XXIII... Y Las Candelarias, y El Cachorro...

Ni Adriano del Valle escribió este poema ultraísta de Sevilla, saltar de los papas a los barrios y de los barrios a las cofradías, con la más aplastante lógica. Y ni Manuel Barea, emperador de la cuaresma, sabe tanto del bacalao como sabe Silvio. Silvio encuentra a Sevilla en el bacalao. Gracias al bacalao existe la Semana Santa. Aquí sabemos más del bacalao que en Noruega. La gente sale de nazareno sólo por pasar por la esquina del Bacalao. Toda una teoría del bacalao que me recordaba los discursos en camelo del humanista Luis Toro Buiza, los antofagastas del grupo Mediodía. La mejor Sevilla, sólo al alcance de los que, como Silvio, son estrictamente geniales.

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