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De rosa y oro 

                                            por Antonio Burgos


Num. 3059 - 27 de marzo 2003                                    Ir a "¡Hola!" en Internet
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Un año más está en marcha el circo de la Fórmula 1. Aunque los entendidos te explican que el campeonato tiene importantes cambios de reglamento y de puntuación, para nosotros los profanos es el circo de la velocidad de siempre, con sus pilotos-estrella, sus niñas guapas en los boxes, sus tribunas llenas, su universo publicitario. Esos coches nos parecen como las naves de la carrera espacial: algo muy lejano y distante, pero de lo que sacamos beneficios muy próximos. Sin la tecnología espacial no habríamos avanzado tanto en los inventos que nos hacen la vida más placentera. Siempre pienso que el microondas lo inventaron los americanos para que los astronautas pudieran comer caliente allí arriba. Y cuando veo el circo de la Fórmula 1 pienso que algo bueno sacaremos para nuestro coche. Cada vez que le doy al elevalunas eléctrico y se cierran los cristales, o al cierre centralizado y se bloquean las puertas, doy las gracias a la Fórmula 1. Será porque no entiendo ni papa, pero los coches que hay en el mercado me parecen cada vez más maravillosos. Eso de que te lo compres, lo estrenes y no tengas que hacerle el rodaje, como al Seat 600, ¿no es un prodigio? Será que voy por el plan antiguo, pero con el último coche nuevo no me quería creer que en el viaje de estreno a Jerez lo pudiera poner a 140 por la autopista sin que aquello saliera echando humo, como aquel utilitario que no podía sobrepasar los 80 por hora hasta que le hacías los primeros 3.000 kilómetros.

Los profanos pensamos que todo esto tiene que ser consecuencia de la Fórmula 1. Como lo del cambio de aceite. Mi coche nuevo tiene ya 10.000 kilómetros, y desde que hizo los 3.000 estoy llamando al amigo de la Ford que me lo vendió. No puedo creerme que no haya que cambiarle el aceite hasta los 20.000. Tan desconfiado soy, que el otro día, cuando vi que tenía 11.400 kilómetros, me fui derechito al taller y le dije a mi amigo:

-- Aunque tú y el libro de mantenimiento digáis que no hasta los 20.000, tú me vas a hacer el cambio de aceite de los 10.000 kilómetros de toda la vida de Dios...

Y el coche parece que me lo agradeció el pobre. ¡Hacía un runruneo de gratitud más simpático con su motor cuando salíamos del taller! En mi ignorancia, me siento subyugado por el mundo de la Fórmula 1. Sobre todo, por el cambio de ruedas. Sólo por el cambio de ruedas veo muchas carreras de Fórmula 1 por televisión, en el circuito de Melbourne o en el de Imola, aunque no se juegue nada importante nuestro Fernando Alonso defendiendo los colores patrios con la Renault. Estarán conmigo en que es una maravilla ver cuando ese Schumacher llega con el Ferrari a los boxes y en un momento es rodeado por una docena de mecánicos uniformados. Me maravilla que con la prisa que llevan, ninguno de ellos tropieza ni se da culazos con el otro. El uno trae el gato, el otro el destornillador eléctrico, un tercero mientras abre el capó y mira no sé qué, y en un plis, plas, ¡rueda cambiada! No ha parado el coche ni cinco segundos y allá que sale a todo gas con la rueda nueva.

Cada vez que veo este auténtico espectáculo de los mecánicos de la Fórmula 1 pienso que mucho más que ellos en cambiar la rueda tardo yo en sólo enterarme de dónde está: si delante, sobre el motor, como en el coche antiguo, o si detrás, oculta bajo esa alfombrilla del portamaletas que además no hay forma de saber cómo se levanta. Y nada digo de lo que tardamos en encontrar dónde está el gato y, una vez hallado, dónde la dichosa y siempre oculta ranura de la carrocería para introducirlo allí antes de empezar a darle al manubrio y subir aquello. Los mecánicos de Schumacher no se ponen las manos pringosas, no se les resbala el gato cuando ya estaba el coche medio elevado, no se olvidan de desatornillar un poco la rueda cuando aún está en el suelo con el peso del coche encima. Y luego, en un santiamén, aciertan con eso tan difícil como es machihembrar cada agujero en su tornillo del eje. Menos mal que los coches cada vez se pinchan menos. Será también milagro de la repercusión de los avances de la Fórmula 1 en los neumáticos de nuestro modesto cochecito. Por si las moscas, llevo memorizado en el móvil el teléfono de un servicio de asistencia en carretera. La última vez que se me pinchó el coche comprobé con las manos pringosas, los pantalones hechos unos zorros de arrodillarme en la carretera para la faena y la cara tiznada de secarme el sudor con los dedos llenos de grasa, que no me ha llamado Dios por el camino prodigioso, exacto y perfecto de los mecánicos de Schumacher.

 

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