Aprend�
a la antigua usanza las primeras letras. Sobre un viejo y
amarillo cartelón de la editorial Dalmau Carles, la que
publicaba las enciclopedias, una monja del de la Doctrina
Cristiana nos iba señalando con un puntero las letras del
abecedario, y luego nos enseñó a juntarlas. Aquella monja era
la Hermana Matilde. Era de Moguer, como la copla dice que era La
Parrala. O como Juan Ramón Jiménez. Que era de su misma edad,
de su mismo pueblo y que había estado con ella en el mismo
colegio de sus primeras letras. Entonces no podía pensarlo,
porque cuando en el colegio decían que la Hermana Matilde era
compañera de colegio de Juan Ramón Jiménez los niños no
sabíamos aún quién era J.R.J. ni habíamos leído
"Platero y yo". Más tarde s� comprend� la grandeza
lírica de aquella casualidad escolar: me enseñó las primeras
letras quien aprendi� a leer al lado de Juan Ramón. Aquella
monja que me señalaba la A y la B con el puntero quiz� había
podido con sus propios, ya casi apagados ojos, que el burro
Platero era "pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera
que parece todo de algodón".
Cuando la Hermana Matilde ya
nos había enseñado a juntar las letras, nos hacía leer en voz
alta, en corro y por turno, un libro del que tampoco me olvido:
"La emoción de España", de otro onubense, del
pedagogo Manuel Siurot. El libro contaba el viaje que un niño
hacía con su padre por la España del reinado de Alfonso XIII,
y describía las ciudades, los monumentos, los avances
tecnológicos de la época. En el relato de "La emoción de
España", el niño llega a Madrid y su padre lo monta en el
Metro. Queda maravillado. Y como niño gloriosamente cateto
deslumbrado por la capital y los vagones veloces por los
túneles, exclama una frase que no se me ha olvidado:
-- ¡Si mis amigos de la
escuela vieran esto...!
Cada vez que haciendo
gloriosamente el cateto voy a Madrid como el niño del libro de
Siurot, me encanta montarme en el Metro. Entre otras cosas, para
no ser menos que la futura Princesa de Asturias y saber el
precio justo de su billete. Del Metro me maravillan los avances,
la limpieza, que cada vez se parezca más al BART, al Metro de
San Francisco o que tenga tanta solera como el Metro de Londres.
Pero me sorprende todavía más la composición multirracial de
los pasajeros del vagón. En el Metro de Madrid se tiene mayor
constancia que en ningún lugar de nuestra patria que España va
siendo una sociedad multirracial, multiétnica, multicultural.
Todas las razas humanas que veíamos pintadas con plumas y
taparrabos en las ilustraciones de la enciclopedia Dalmau Carles
las tenemos al lado en el vagón del Metro, gracias a Dios sin
plumas ni taparrabos, sino ganándose el digno pan en España.
En uno de los últimos viajes se lo advert� a Isabel mi mujer:
-- ¿Te has dado cuenta de que
en este vagón los que vamos de raza europea somos menos que los
asiáticos, que los andinos, que los africanos?
Ya tenemos en el Metro de
Madrid lo que antes nos sorprendía en los autobuses de Londres:
aquellos pakistaníes con sus turbantes, aquellas hindúes con
su sari y su lunar pintado en el entrecejo. Y lo que es más
venturoso: algunos sentimos un punto de orgullo en que España,
sin problemas, sin traumas, est� convirtiéndose en esta
sociedad multiétnica, donde gentes de todas las esquinas del
mundo, de todas las religiones, de todas las razas, de todas las
lenguas, de todas las culturas, vienen a trabajar y a encontrar
quiz� la felicidad y el bienestar que en sus países no
hallaron. Yo no s� a ustedes, pero a m� me da alegría que
España sea el paraíso ansiado para todos estos ciudadanos del
mundo que componen esta pequeña ONU que es ahora cada vagón
del Metro, cada supermercado de barrio, cada escuela.
Y esto debe de ocurrir en toda
España, porque mi observación de sociología parda en el Metro
de Madrid la he visto ahora confirmada por las estadísticas
demográficas de la ciudad donde vivo. El número de inmigrantes
se incrementa en Sevilla un 40 por ciento cada año. Cada vez
hay más residentes de origen extranjero. De distinta
naturaleza. Antes los extranjeros que vivían en Sevilla eran
casi exclusivamente cuatro ingleses locos y cinco americanos
ricos, trasuntos de viajeros románticos, medio artistas,
deslumbrados por el flamenco y la fascinación de Andalucía,
que se habían alquilado un pisito en el barrio de Santa Cruz.
Ahora son ecuatorianos, colombianos, marroquíes, chinos,
senegaleses, que han venido a buscar aqu� el digno pan que su
tierra les negaba. Si el niño del libro de Siurot viviera ahora
y los viese, no exclamaría ya: "Si mis amigos de la
escuela vieran esto..." Porque a sus amigos de la escuela
les parece gracias a Dios lo más normal que sus compañeros de
clase sean un niño ecuatoriano y una niña china.