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De rosa y oro 

                                            por Antonio Burgos


Num. 3126 - 1 de junio del 2004                                    Ir a "¡Hola!" en Internet
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En el calendario civil que no viene en los almanaques ni en las agendas, tras el Día de la Declaración de la Renta llegan los Días de Engordar. Los fines de semana de julio, a las esperadas vacaciones de agosto. Ahora, ahora, señora, irá usted adquiriendo todos esos kilos de más que cuando llegue septiembre harán de ese mes justo al contrario de lo que dice la canción. A efectos de la báscula del cuarto de baño, cuando llegue septiembre no será todo maravilloso, sino espantoso: todos tenemos muchísimos más kilos que al comenzar las vacaciones.

El calendario de los kilos de más que todos ponemos está muy mal ajustado. Ahora, cuando los vestidos son ligeros, cuando no hay abrigos ni chaquetones que disimulen michelines y cartucheras, era cuando deberíamos estar todos ligeros de grasas, y es precisamente cuando más comemos fuera de casa y, por tanto, cuando más peligros de excesos tenemos. Un amigo le tiene horror a la llegada del verano. No sólo por esa prueba terrible de los cambios de armario, de invierno a verano, cuando comprobamos que a la chaqueta de hilo que nos estaba perfecta en septiembre pasado, ¿qué le ha pasado, que ahora no cabemos en ella, y casi le estalla el botón y salta como un proyectil si intentamos abrochárnosla? Este amigo le tiene horror al verano por esa tripita, ay, la tripita que nos crece a los caballeros como las señoras se dejan las cartucheras. La llama "la prueba del niqui":

-- Con una camisa de verano disimulas bastante la tripa o el barrigón. Basta con que no te la ajustes mucho, que no te la pongas "fitted", como dicen los americanos, y que así, sueltecita sobre el cinturón, te disimule el barrigón de la cerveza y las comilonas. Pero lo malo es cuando te pones el niqui. Ahí no hay escapatoria. El niqui se te pega a la tripa el condenado, te la señala; yo creo que hasta te la aumenta, a traición y a conciencia. Y me parece que este verano no voy a poder pasar la prueba del niqui, como sigamos comiendo como descosidos.

O como vayamos a los restaurantes de mucho esperar. He descubierto que comiendo fuera de casa, en efecto, se engorda bastante más que almorzando o cenando cualquier cosa en el hogar. Y he descubierto, además, que lo que más nos hace engordar en el restaurante no son los chuletones o sus generosas guarniciones de patatas. No aumentamos kilos con los siempre apetecibles platos de cuchara, con la pasta o con la pizza que nos tomamos con los niños en un italiano de la playa. Lo que de verdad engorda en los restaurantes es la espera de los platos. Vienen días horrorosos de bullas, de camareros desbordados y cocinas colapsadas, de esperas de horas y horas del arroz en el chiringuito. Ese arroz que el día anterior encargamos para las tres y que como muy pronto acaba llegando a las cuatro y media de la tarde.

Ahí, en esa espera de los platos, es donde está el peligro, sobre el que les advierto. Para aliviar la espera y hacerte creer que el servicio es rapidísimo, los camareros de los restaurantes tardones del verano te traen inmediatamente dos cosas: la bebida que hayas pedido y la cesta del pan. Ahí está el peligro. No en la bebida. El peligro está en la cesta del pan. Beber, te puedes beber dos cervezas, tres. Las mismas que te tomarías en un aperitivo. Lo malo es la tentación del pan, crujiente, recién cocido quizá, envuelto en su papel de seda, refinado, lustroso. Completamente apetecible. Te dicen que el arroz que pediste ya va a venir, que está marchando, y en la espera...¡te entra un hambre! ¿Y qué hacer? Pues meterle mano al pan. En las esperas veraniegas del restaurante de playa y del chiringuito acabamos metiéndole mano inmisericordemente al pan. El pan que en casa ni probamos, lo devoramos. Pan a pellizcos; pan que hacemos como ansioso bocadillo con la mantequilla empaquetadita en papel de plata que pusieron; o que mojamos con la jarrita de aceite de oliva español que ahora se estila. Por si faltaban peligros al pan, encima, el aceite pastoso, puro, que echamos en el plato y mojamos con el pan para quitarnos el hambre de la espera.

Por el peligro de engordar comiéndonos el pan, un bollo y otro bollo, mientras esperamos pacientemente la comida, tengo hecha mi clasificación particular de los restaurantes. No por categorías de tenedores, como se suele. Yo la hago por bollos, según te los comes esperando. Tengo clasificados los establecimientos que frecuento en restaurantes de un bollo, de dos bollos o de tres bollos. Que son el número de piezas de pan que nos comemos antes de que nos sirvan el primer plato o el gazpacho de entrada. Esta clasificación es al revés que los tenedores: cuanto peor sea el restaurante, más bollos que te comes antes del primer plato. Temo que llegue el fin de semana y que en la playa vayamos a cenar una vez más a ese restaurantito simpático, familiar y marinero, que es de dos tenedores, pero de tres bollos. Los tres bollos que todos nos comimos antes del primer plato la última vez que estuve.

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