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De rosa y oro 

                                            por Antonio Burgos


Num. 3127 - 8 de julio del 2004                                    Ir a "¡Hola!" en Internet
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He llegado a Atocha y he tenido un buen recuerdo. No todos van a ser tristes, dolorosos, solidarios recuerdos de Atocha en el amanecer sangriento de un día de marzo, fecha imborrable en la historia universal de la ignominia.

El buen recuerdo que he tenido en Atocha me ha ocurrido al bajar del Ave, como a usted le puede surgir al descender del Alaris valenciano. Iba con una maleta. Mejor dicho: con un maletón. La clásica maleta con ruedas, pero en su versión estática: de iguales dimensiones, pero sin ruedas. A pulso, como una "levantá" de los costaleros de la Virgen de los Gitanos en la Casa de las Dueñas durante la madrugada del Viernes Santo, he bajado el maletón desde el compartimento para maletas del vagón ferroviario. En dos etapas, como un París-Dakar: primero, desde ese compartimento al suelo del vagón, que ya tiene una sudada; y luego, desde el suelo del vagón al andén, por la estrecha puerta con los malditos escalones. Y cuando ya estaba con la maleta, ¡por fin!, en el andén, empezó la otra odisea: buscar un carrito. Los carritos de equipajes de las estaciones son primos hermanos de los carritos de compras de las grandes superficies, con sus mismas cadenitas y su misma ranura para el euro que debemos pagar, como unos frailes mercedarios, por su libertad. Y, como en los hipermercados, se caracterizan porque siempre hemos de ir a buscarlos aproximadamente a un kilómetro de donde nos encontramos. En el hipermercado, con la compra por hacer, no es problema; pero en la estación, con el maletón por trasladar, sí qué lo es. ¿Qué haces con el maletón? ¿Lo dejas solo en el andén mientras vas por el carrito, a pique de que te lo roben? ¿Cargas con él a pulso y lo portas hasta donde está el dichoso carrito? Odisea que, en cualquiera de las dos opciones con que la soluciones, no acaba cuando, por fin, has llegado a la altura del carrito, en el caso de Atocha aproximadamente a la altura de Puertollano. Cuando estás a pie de carrito, resulta que se libera con monedas de un euro, y tú sólo las llevas de dos euros o de cincuenta céntimos.

Entonces, entonces es cuando viene el buen recuerdo, la nostalgia, la añoranza en la estación de Atocha. Porque cuando finalmente has colocado el maletón en el carrito de equipajes y vas camino de la puerta empujándolo, piensas:

-- ¡Qué tiempos aquellos de nuestros padres, en que en las estaciones había maleteros!

Unos maleteros de Renfe, propios o asociados, uniformados con unos blusones como de vendedores de queso de la Mancha o miel de la Alcarria, pero en ferroviario azul marino, con una breve gorra de plato con visera de hule de las que llamaban rusas, en la que llevaban bordado el nombre de su digno oficio: "Mozo de equipajes". Y con unos vehículos de mano que daba gloria verlos: ya grandes carros de cuatro ruedas donde cabía entero el equipaje de la compañía de Doña Concha Piquer, incluidos todos sus famosos baúles; ya utilísimas carretillas de dos ruedas, en las que amontonaban las maletas y bultos con singular destreza, en pirámides de equipajes que llevaban con profesionalidad, destreza y maestría. Cada vez que llegamos a una estación o a un aeropuerto, ¡cómo echamos de menos a los maleteros! Para los que aún estamos en edad de carga y descarga es solamente un problema de comodidad, pero para las personas mayores no es un problema: ¡es que como no vayan acompañadas no pueden viajar solas! Porque ya no tienen fuerzas para bregar con las maletas, vagón arriba y vagón abajo, o de la cinta transportadora de los aeropuertos al carrito, y del carrito al taxi.

Si dicen que estamos "instalados en la calidad de vida", ¿por qué han desaparecido los mozos de equipajes en las estaciones y aeropuertos? ¿Qué clase de calidad de vida es que cada cual tenga que cargar con su maleta, como antes sólo hacían los quintos? ¿Por qué no hay maleteros que en los aeropuertos te recojan las maletas en el taxi y te las lleven hasta el mostrador de facturación? ¿Se cree acaso que maletero, como limpiabotas, era un oficio degradante para la dignidad humana y por eso desapareció? No debe de ser así. En Estados Unidos, sociedad democrática y avanzada, hay en las estaciones y aeropuertos unos maleteros que los evocas desde Atocha o desde Barajas cargando con tus propias maletas y se te caen dos lágrimas. Unos profesionales con su credencial de identificación laboral en la solapa, su uniforme y su deslumbrante carretilla hasta tapizada en moqueta roja, para que tus maletas no sufran. Llegas a la estación o al aeropuerto, lo llamas, aquel señor tan profesional y tan digno te descarga las maletas del taxi, te las pone en su carricoche, te pregunta a qué destino vas, y no solamente te alivia la carga, sino que por aquel laberinto te lleva perfectamente hasta tu mostrador de facturación o tu andén.

Esta sociedad falsamente igualitaria y garantista nos ha hecho a todos maleteros de nosotros mismos. Automaleteros. Cada cual es maletero de sí propio. Hasta los famosos salen por televisión de automaleteros, conduciendo sus carritos de equipajes, mientras las cámaras los persiguen por aeropuertos y estaciones. Es como si se cumpliera un lema revolucionario: "La tierra para el que la trabaja, y la maleta, para el que viaje con ella; que cargue con su cruz o, si no puede, que viaje con lo puesto".

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