Como el conserje
del Museo del Prado no le da la menor importancia a Las Meninas,
porque casi convive con ellas, los españoles no valoramos la fruta
maravillosa que como un cuerno de la abundancia dan nuestras
huertas y nuestros cultivos bajo plástico. Cuando estoy en una
ciudad extranjera, como me gusta visitar los mercados igual que
los museos o las catedrales, para conocer bien cómo es esa
sociedad, suelo detenerme en los puestos de frutas. Me fijo en sus
cajas de cartón, en sus envases. Y est� en Alemania, en Francia o
en Austria, siempre compruebo lo mismo: las mejores, más vistosas,
mas hermosas frutas como bodegón de comedor de casa buena, son las
que han llegado desde España. Las cajas de esas fresas, esas
guindas, esas nectarinas, esas chirimoyas, tienen rótulos de
topónimos españoles: Murcia, Almería, Cáceres. Los españoles no
valoramos aqu� lo que aprecian por ah�, pues esas frutas alcanzan
en los mercados europeos precios tales que sus tablillas parecen
cotizaciones de Bolsa. En el mercado de Amsterdam los diamantes
alcanzan un precio similar al que en su plaza de abastos tienen
las cerezas del Valle del Jerte.
Y como los extranjeros son los que de verdad
valoran nuestras frutas, ellos son quienes sacan más provecho a
algo propio de la estación: esos sombrajos que los agricultores
ponen en los bordes de las carreteras, para vender melones y
sandias a pie de mato. Se detienen los turistas extranjeros en
esos puestos de melones y sandias como los españoles curioseamos
por las gangas de las tiendas de los coreanos en la calle Canal de
Nueva York, con igual sorpresa ante la baratura de los precios. Y
hay en estos puestos, especialmente en los que ponen en las
ciudades, una práctica de venta que debería extenderse a todo lo
que podamos comprar: la cata y cala. Algunos vendedores de melones
los pregonan as�:
-- ¡Melones, melones, a cala y a cata!
La cala y cata es que puedes probar el melón que
vas a comprar antes de llevártelo. Cuando le has echado el ojo a
una pieza, rotunda como balón de fútbol americano en película de
Melanie Griffith, el melonero, con una navaja, muy diestramente,
hace una precisa incisión triangular en la fruta y te da ese trozo
fresco y dulce para que lo pruebes, a ver si te gusta. Y como
suele gustarnos, coloca luego ese triángulo en la verde o amarilla
superficie lustrosa del melón y te lo vende.
Es una absoluta contradicción en la sociedad de
libre mercado en que vivimos que podamos probar un melón, que vale
cuatro perras gordas, antes de comprarlo, y que en cambio tengamos
que tragarnos sin ver productos que cuestan siete mil millones de
veces más. Un piso mismo, o una casa: compramos generalmente el
piso nuevo o la casita adosada de la segunda residencia sobre
planos, sin la menor posibilidad de cata y cala. Piso o casa que
vale por lo menos cuarenta millones de veces más que el melón nos
lo tragamos como venga, dulce o amargo. Sin posibilidad alguna de
prueba de los elementos que nos harán la vida agradable o
incómoda. Las señoras pueden probarse las veces que quieran el
vestido que se van a comprar. Aunque no valga más de 60 euros, se
tiran la mañana en el probador, pidiendo que le cojan los bajos o
que le suelten las mangas. Esa misma señora que hasta gasta los
espejos de los probadores viendo cómo le queda el vestido de 60
euros, firma en cambio sin verlo la compra del piso nuevo por lo
menos 300.000 euros. No sabe cómo la va a quedar de amplia la
cocina, si los armarios le van a tirar de la sisa de que no le
quepa la ropa de cama, si el pavimento es tan molesto que se
ensucia con nada. Como hay probadores en las tiendas, debería
haber probadores en las inmobiliarias. Pisos pilotos que no
solamente se pudieran visitar, sino donde nos pudiéramos ir a
vivir durante una semana, con nuestros muebles y con la cómoda de
la abuela, para ver cómo funcionaba aquello.
Paso ante el puesto de los melones y envidio a
los extranjeros que prueban su dulzor en el rito de la cala y la
cata. Porque como les dije, hemos hecho obras en el piso para que
en un futuro no seamos algo tan lamentable como unos viejos
viviendo en una casa que se cae a pedazos. Y entre las reformas,
hemos puesto completamente nueva la cocina. Sin haber podido
probar antes la utilidad de sus muebles, su funcionalidad. Y no es
lo que iba a ser. Si la hubiéramos podido probar, hubiera sido muy
distinta, sin estos fallos garrafales. Cocina cuyos muebles te
valen ya como un coche. Ese coche nuevo de 25.000 euros que vas a
comprar lo puedes probar en ciudad y en carretera; hasta te dan un
vehículo de demostración para que lo tengas un par de días. Esta
cocina que nos ha costado más que un coche nos la hemos tenido que
tragar con todos sus inconvenientes sin la menor posibilidad de
cala y cata, cuando nos probamos diez veces unos pantalones
vaqueros antes de comprarlos. Habría que extender la práctica
comercial de la compra del melón a todo el mercado de nuestra
sociedad. Hasta los políticos los deberían dar a cala y a cata,
antes que los eligiéramos sin saber cómo van funcionar en el
poder.