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De rosa y oro 

                                            por Antonio Burgos


Num. 3139 - 30 de septiembre del 2004                                    Ir a "¡Hola!" en Internet
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Una ola de protocolo nos invade. Bendita ola. Porque también nos invade una ola de falta de educación, de ausencia de cualquier tipo de cortesía, de degradación moral y ética generalizada. Un dato: observen que cada vez son menos los que dan las gracias y los que piden las cosas por favor. La gente cree que no tiene que dar las gracias por nada, que todo se lo merece por su bella cara. Y que, por tanto, tampoco deben pedir nada por favor, sino por imperativo legal, con el reglamento o el libro de reclamaciones en la mano.

La ola de protocolo que contrasta con la de la ordinariez llega especialmente a las bodas. Tres bodas reales en pocos años han influido, y cómo, en los modos nupciales. Tanto religiosos como civiles, tanto en los matrimonios canónicos de las iglesias como en las bodas de los salones de los ayuntamientos y de los despachos de los juzgados de Familia o de paz. La boda del Príncipe de Asturias influyó en el atuendo y disposición del cortejo de los niños que llevan arras y anillos, y puso de moda el estilo del vestido de novia de Doña Letizia. La boda de Doña Elena fue fundamental para el uso del coche de caballos como vehículo nupcial. Gracias a la infanta, todo el que tenía en su ciudad o en su pueblo un antiguo coche de caballos que había restaurado como aficionado a los carruajes, empezó a sacarle un dinero muy curioso los viernes, sábados y domingo, alquilándolo a los novios.

Desde la retransmisión de los banquetes nupciales de esas bodas o en las colecciones de fotografías que vinieron en el "¡HOLA!" se impuso también una determinada moda, una tendencia que le dicen, acerca del modo, disposición, adorno y distribución de las mesas en la cena, el almuerzo o la merendola de celebración nupcial. Como vieron que el Duque de Luxemburgo estaba donde tenía que estar, y en su sitio el Príncipe de Gales, ya no hay boda donde los novios no sienten las mesas, poniendo a cada uno, y nunca mejor dicho, en su sitio. Un trabajo duro. Lo sé por experiencia. A la hora de disponer a tus invitados, no solamente debes respetar su rango o grado de cercanía o parentesco con la familia, para que no se enfade nadie, sino algo mucho más difícil: no sentar en la misma mesa a dos que sabes que se odian y no se dirigen ni la palabra. Es una comodidad, desde luego, asistir a una boda donde sabes que no te van a sentar con ningún enemigo, porque los novios o sus padres se han tomado ese trabajo y se acordado de quiénes son tus amigos, y te los encuentras allí, en lo que se llama una mesa simpática. Lo anterior era un horror. Eso del sentarse al rebujón, de modo que como no anduvieras listo y pronto, y buscaras antes tu grupo, caías siempre con unos señores y señoras que no conocías de nada, con los que tenías que empezar el engorroso rito de la autopresentación:

-- Buenas noches, soy Fulano de Tal, esta es mi mujer, Mengana, y somos amigos de los padres de la novia.

Comprobabas que habías caído al lado del director de una sucursal bancaria o de un médico pediatra que no te interesaban absolutamente nada. O junto a una señora pesada, pesada, pesada, esposa de aquel otro calvo, gordo y sudoroso que por mucho que se autopresentó, te levantaste de la mesa sin saber ni quién era ni por qué sabía tantísimo de las cataratas de Iguazú, sobre las que dio un latazo bastante importante durante toda la comida.

Ahora te sientan perfectamente en los banquetes de bodas. Una azafata te mira tu sitio en una lista, o te indica dónde está el como tablón de anuncios con la relación alfabética de los invitados y las mesas donde han de sentarse. Mesas en las que han desaparecido los números. En los banquetes de bodas, las mesas no tienen ya números. Ninguna es de Ciencias; todas son de Letras. Letras que le echan mucha imaginación al asunto. Las mesas tienen nombres más o menos relacionados con los novios. Si vas a la boda de un arquitecto, ten por seguro que no estarás ni en la mesa 7 ni en la 12, sino en la mesa Le Corbusier, en la mesa Gropius o la mesa Moneo. Si se casa es una novia muy aficionada a la jardinería, podrás estar en la mesa Orquídea, en la mesa Magnolia o en la mesa Jazmín, pero nunca en la 22 o en la 8. Si el novio es aficionado al flamenco, pues ya sabes: mesa Camarón, mesa Sara Baras, mesa El Cigala o mesa Paco de Lucía. Si madridista, mesa Bernabeu, mesa Di Stéfano y mesa Raúl. Si taurino, pues mesa Belmonte, mesa Pepe Hillo y mesa Manolete. Y no sólo en las bodas. En los banquetes, en las comidas de las convenciones de empresas, en los actos sociales y literarios, las mesas llevan nombres relacionados con quien los ofrece. En la última cena de los premios Cavia en la Casa de ABC, había una mesa González Ruano, y una mesa José María Pemán, y una mesa Rafael Alberti, y una mesa Jacinto Benavente. A mí me tocó en la mesa Camilo José Cela. Se lo comenté a Marina Castaño, también invitada, y se puso muy contenta. Lo que no me explico todavía es por qué Marina, con esta moda de los nombres, no estaba en nuestra mesa, no presidía la mesa de Cela. Creo que le tocó en una donde me hubiera gustado sentarme: en la mesa Manuel Halcón, mi maestro de este oficio, aquel gran señor y gran escritor que fue el primero al que no se le cayeron los anillos por firmar unos textos literarios hermosísimos en la revista semanal de sociedad que dirigía.

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