Una ola de
protocolo nos invade. Bendita ola. Porque también nos invade una
ola de falta de educación, de ausencia de cualquier tipo de
cortesía, de degradación moral y ética generalizada. Un dato:
observen que cada vez son menos los que dan las gracias y los que
piden las cosas por favor. La gente cree que no tiene que dar las
gracias por nada, que todo se lo merece por su bella cara. Y que,
por tanto, tampoco deben pedir nada por favor, sino por imperativo
legal, con el reglamento o el libro de reclamaciones en la mano.
La ola de protocolo que contrasta con la de la
ordinariez llega especialmente a las bodas. Tres bodas reales en
pocos años han influido, y cómo, en los modos nupciales. Tanto
religiosos como civiles, tanto en los matrimonios canónicos de las
iglesias como en las bodas de los salones de los ayuntamientos y
de los despachos de los juzgados de Familia o de paz. La boda del
Príncipe de Asturias influyó en el atuendo y disposición del
cortejo de los niños que llevan arras y anillos, y puso de moda el
estilo del vestido de novia de Doña Letizia. La boda de Doña Elena
fue fundamental para el uso del coche de caballos como vehículo
nupcial. Gracias a la infanta, todo el que tenía en su ciudad o en
su pueblo un antiguo coche de caballos que había restaurado como
aficionado a los carruajes, empezó a sacarle un dinero muy curioso
los viernes, sábados y domingo, alquilándolo a los novios.
Desde la retransmisión de los banquetes
nupciales de esas bodas o en las colecciones de fotografías que
vinieron en el "¡HOLA!" se impuso también una determinada moda,
una tendencia que le dicen, acerca del modo, disposición, adorno y
distribución de las mesas en la cena, el almuerzo o la merendola
de celebración nupcial. Como vieron que el Duque de Luxemburgo
estaba donde tenía que estar, y en su sitio el Príncipe de Gales,
ya no hay boda donde los novios no sienten las mesas, poniendo a
cada uno, y nunca mejor dicho, en su sitio. Un trabajo duro. Lo sé
por experiencia. A la hora de disponer a tus invitados, no
solamente debes respetar su rango o grado de cercanía o parentesco
con la familia, para que no se enfade nadie, sino algo mucho más
difícil: no sentar en la misma mesa a dos que sabes que se odian y
no se dirigen ni la palabra. Es una comodidad, desde luego,
asistir a una boda donde sabes que no te van a sentar con ningún
enemigo, porque los novios o sus padres se han tomado ese trabajo
y se acordado de quiénes son tus amigos, y te los encuentras allí,
en lo que se llama una mesa simpática. Lo anterior era un horror.
Eso del sentarse al rebujón, de modo que como no anduvieras listo
y pronto, y buscaras antes tu grupo, caías siempre con unos
señores y señoras que no conocías de nada, con los que tenías que
empezar el engorroso rito de la autopresentación:
-- Buenas noches, soy Fulano de Tal, esta es mi
mujer, Mengana, y somos amigos de los padres de la novia.
Comprobabas que habías caído al lado del
director de una sucursal bancaria o de un médico pediatra que no
te interesaban absolutamente nada. O junto a una señora pesada,
pesada, pesada, esposa de aquel otro calvo, gordo y sudoroso que
por mucho que se autopresentó, te levantaste de la mesa sin saber
ni quién era ni por qué sabía tantísimo de las cataratas de
Iguazú, sobre las que dio un latazo bastante importante durante
toda la comida.
Ahora te sientan perfectamente en los banquetes
de bodas. Una azafata te mira tu sitio en una lista, o te indica
dónde está el como tablón de anuncios con la relación alfabética
de los invitados y las mesas donde han de sentarse. Mesas en las
que han desaparecido los números. En los banquetes de bodas, las
mesas no tienen ya números. Ninguna es de Ciencias; todas son de
Letras. Letras que le echan mucha imaginación al asunto. Las mesas
tienen nombres más o menos relacionados con los novios. Si vas a
la boda de un arquitecto, ten por seguro que no estarás ni en la
mesa 7 ni en la 12, sino en la mesa Le Corbusier, en la mesa
Gropius o la mesa Moneo. Si se casa es una novia muy aficionada a
la jardinería, podrás estar en la mesa Orquídea, en la mesa
Magnolia o en la mesa Jazmín, pero nunca en la 22 o en la 8. Si el
novio es aficionado al flamenco, pues ya sabes: mesa Camarón, mesa
Sara Baras, mesa El Cigala o mesa Paco de Lucía. Si madridista,
mesa Bernabeu, mesa Di Stéfano y mesa Raúl. Si taurino, pues mesa
Belmonte, mesa Pepe Hillo y mesa Manolete. Y no sólo en las bodas.
En los banquetes, en las comidas de las convenciones de empresas,
en los actos sociales y literarios, las mesas llevan nombres
relacionados con quien los ofrece. En la última cena de los
premios Cavia en la Casa de ABC, había una mesa González Ruano, y
una mesa José María Pemán, y una mesa Rafael Alberti, y una mesa
Jacinto Benavente. A mí me tocó en la mesa Camilo José Cela. Se lo
comenté a Marina Castaño, también invitada, y se puso muy
contenta. Lo que no me explico todavía es por qué Marina, con esta
moda de los nombres, no estaba en nuestra mesa, no presidía la
mesa de Cela. Creo que le tocó en una donde me hubiera gustado
sentarme: en la mesa Manuel Halcón, mi maestro de este oficio,
aquel gran señor y gran escritor que fue el primero al que no se
le cayeron los anillos por firmar unos textos literarios
hermosísimos en la revista semanal de sociedad que dirigía.