QUE ajeno estaba aquel taxista gaditano conocido por El Goma cuando allá por los años
50 trajo a los Carnavales de Cádiz a un tal señor Burgos de Sevilla, quien más tarde
nos engargoló a su hijo, del regalito que nos iba a dejar. El Goma enganchó al padre del
niño y el padre no sólo enganchó a su hijo, sino, que nos lo dejó solito y abandonado
en las Puertas de Tierra, como si de la Casa Cuna se tratara, para que Cádiz al asomarse
al mundo por el balconcillo del Torreón, lo acogiese en sus brazos liberales para toda la
vida. Desde entonces, como suele ocurrir en estos casos, se le ha cogido todo el cariño
del mundo. Más que a un hijo propio. Y es que este niño nos salió desde un principio de
lo más travieso y revoltoso. Desde que echara a andar por las calles gaditanas lo ha ido
revolviendo todo como un torbellino. Con «Andalucía, tercer mundo», que fue como su
primer juguete, ya empezó a darnos la lata con tanto Sevilla y Cádiz, Cádiz y Sevilla.
A muy temprana edad, oyendo tangos de Carnaval, se aficionó a las letras y al periodismo,
carreras que culminó con éxito a pesar de hacer tanta rabona (véase novillos) durante
los cursos, con tal de largarse hasta «La Bombilla» a escuchar los coros del Quini y
Quirós, para acabar en «La Estrella» empapándose de Paco Alba y Enrique Villegas. Y
así fue que un buen día, casi sin darnos cuenta, lo tuvimos metido hasta en la sopa.
Entre conferencia y columna, un tango. Entre tango y libro, otra columna de gracia de
Cádiz y de Sevilla. Dos columnas como las del Hércules con sus dos leones, descubiertas
al mundo por este sevillano que se justifica diciendo: «Los gaditanos nacemos donde nos
da la gana». Y su máxima de siempre, escrita por Fernando Villalón pero que él se
encarga de popularizar: «El mundo se divide en dos grandes partes: Sevilla y Cádiz». Y
Sevilla que se encela mientras Cádiz desespera. Y otra vez está en La Viña para
descubrirnos el mármol de Carraras, la caoba de Brasil y la primera rebotica de la calle
San Félix, convertida hoy en un patiovecino atiborrado de viejos contadores que se
pierden entre cañas de pescar y enredaderas. Y se atreve a cantar: «Desde que estuve, niña Cádiz, en la Habana,
no se me puede olvidar». Y para no olvidarse jamás, pregona «oficialmente» (ya lo
había hecho «ilegalmente» durante toda su vida) el Carnaval de sus amores. Y vuelve a
«La Bombilla» para, esta vez, mirarse en su coro como en un espejo donde se reflejan sus
propios tangos: «Con sus dos torres que al mar se asoman / que al cielo vuelan como
palomas / torres del Carmen, torres del Carmen...». «Porque está, Cádiz, después de
verte / tan de caoba para comerte / de chocolate, de chocolate». Al Carmen y a la
maqueta. A Pemán y a la Caleta. Le canta a todo Cádiz. Y en «La Estrella» de nuevo,
sorprendiendo al maestro Fletilla y al discípulo Martín, nos habla de «Los senadores
romanos» Chatín, Moreno y Monzón, y de la «Asociación de los de la mancha en la
solapa de aceite de churros de la Guapa». Y se va hasta el castillo de San Sebastián una
y mil veces, para regresar cayendo la tarde embriagándose con cada puesta de sol de La
Caleta. Su última locura gaditana es ir por todas partes presumiendo ser «martinista de
número», y es que algún defecto tenía que tener. De todas formas, al igual que Rocío
Jurado es la Embajadora gaditana por excelencia, su Excelencia el Embajador de Cádiz,
desde hace muchísimos Carnavales, tiene nombre propio: Antonio Burgos.
- Publicado en "Diario de
Cádiz", miércoles 27 de enero de 1999
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