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Pepe
Cobo cerraba frente a la iglesia de San Vicente su galería de
arte contemporáneo para trasladarla a Madrid, y me invitó a ser
testigo de la última inauguración. Vistiéndome para ir estaba,
con la etiqueta que el caso requería, camiseta negra y chaqueta
desestructurada, cuando le dije a Isabel mi mujer:
-Verás tú cómo una de las obras expuestas consiste en unas
zapatillas de deportes sudadas colgando de unos cables de la
luz.
Me equivoqué de cables de la luz, pero no de adidas. Las
zapatillas sudadas no colgaban de unos cables, como en la última
exposición. Estaban en el suelo, junto a una silla. Con los
cables dentro. Unas zapatillas de deportes transistorizadas, con
su antena, sus pilas, su AM y su FM. Como es bien sabido, no hay
nada como unas buenas zapatillas de deporte para oír a Carlos
Herrera o a Luis del Olmo. Yo es que cada mañana, en cuanto me
levanto, enchufo el askar, perdón, las adidas, y comienzo a
cabrearme oyendo a Jiménez Losantos.
Las zapatillas de los alambres no estaban solas. Al lado había
una silla también transistorizada. Otra obra de arte. Pedazo de
obra de arte. Una silla vieja, con sus cables, sus pilas y sus
diodos de germanio. Y pensando en lo que ocurrió este verano en
la Tate Britain de Londres, le dije a Isabel:
-Pues ahora viene la señora de la limpieza, ve la silla vieja y
las zapatillas sudadas, las tira a la basura y dicen que es una
inculta, que no comprende el arte...
A ninguna limpiadora del Museo, que yo sepa, se le ha pasado por
la imaginación tirar a la basura la Virgen de la Servilleta. En
cambio, las limpiadoras, como no tienen complejos, hacen con
estas tomaduras de pelo en forma de pretendidas obras de arte lo
que se debe: al zafacón con ellas. Y cuanto está ocurriendo en
la Bienal de Arte Contemporáneo pasa por lo que pasa. Las
limpiadoras del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo tienen
deformación profesional, o miedo a que las tomen por carcas.
Hartas de ver tomaduras de pelo (de pelo cardado de Juana de
Aizpuru), no hacen con el autotitulado arte lo que su colega
londinense. La limpiadora de la Tate Britain es la que podía
haber puesto en su sitio a ese chuflón al que, para buscar
notoriedad, no se le ha ocurrido cosa mejor que poner en la
entrada de La Cartuja un niño ahorcado. Como el seis doble en el
dominó de la Peña Trianera, pero en niño. La limpiadora de la
Tate hubiera cogido el móvil y hubiera llamado al 091, que es lo
que hay que hacer:
-Oiga vengan corriendo, que aquí o hay un tío que ha ahorcado a
un niño u otro que exalta y justifica la pena de muerte.
Claro, se empieza haciendo arte con la eutanasia de los
tetrapléjicos y se acaba colgando niños por el cuello. Y todo en
nombre de la modernidad. Ya saben: la transgresión es ahora la
norma. Las minorías imponen su dictadura. Juana de Aizpuru está
encantada, y ha dicho que la obra de Maurizio Cattelan ha
conseguido lo que pretendía: despertar la polémica. Toma, y si
ponen allí en pelotas a la propia señora Aizpuru crean más
polémica todavía. En cuanto al supuesto artista, al tal Maurizio,
está como suelen los genios en estos casos; enojadísimo, porque
no lo comprendemos. Ha dicho: «Cómo puede ser la sociedad tan
hipócrita que se sorprende por un muñeco colgado de un palo
cuando nos encontramos a diario imágenes fantasmagóricas de
niños que mueren o que son víctimas de guerras o de otras
situaciones», Pues tiene usted razón, don Maurizio: ahí están
los niños víctimas de la adopción por las parejas homosexuales y
nadie se atreve a abrir la boca. Cuando ahorcar niños o dejar
que los adopten los homosexuales viene a ser así, así...
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