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Habrán
contemplado mil veces la escena en el tiovivo de la memoria
sepia de España. Pongan años 50, como en la película de Garci.
Pongan un hotel de lujo, con botones de sombrerito de bombonera
y alfombras de hacerse un esguince en el tobillo, de mullidas y
gruesas. Pongan una suite de correr caballos, como las que
ocupaban los jalifas y reyes moros que nos visitaban para romper
el cerco de la ONU. Pongan un cuarto de dormir de teléfonos
blancos y cabeceros de estípites de caoba con guirnaldas de
bronce. Metan en ese cuarto a la mujer más bella de la fábrica
de sueños: Ava Gadner. Ha estado en una barrera de Las Ventas,
la copa de coñá sobre el capote de seda que un torero como el
Tyrone Power de «Sangre y arena», pero de verdad, le ha
ofrendado tras el paseíllo. A Ava Gadner le encanta perderse por
este Madrid de colmaos y tablaos, flamencos y toreros,
estraperlistas y caballos blancos, con recuerdos de Hemingway en
la barra del Hotel Florida, primera línea de fuego, de agua de
fuego, para la Brigada Lincoln de los cronistas americanos de la
guerra civil.
En una venta o en un colmao, en un manchado mostrador de cinc
con frascas de tinto o en el mármol de un velador de aguardiente
y guitarra, Ava Gadner ha besado a aquel torero que le ofrendó
el capote de paseo, con el que ha recorrido la noche. En la alta
madrugada ya se oye el chapoteo de la mágica parábola de la
manga de los regadores, el chirrido de los primeros tranvías.
Ava Gadner se ha llevado a ese torero al cuarto de teléfonos
blancos de su hotel. Donde pueden correr caballos, corre sin
bridas y sin estribos el romancero gitano, ah, estos toreadores
españoles, qué amantes latinos tan fogosos y apasionados.
Terminada la triunfal batalla de amor en campos de pluma, el
torero toma del paquete de la mesilla de noche un cigarrillo
rubio americano. Lo enciende con un mechero de oro y gasolina.
Las volutas de humo envuelven el hilo de las sábanas revueltas
cuando ve que Ava Gadner se ha levantado, ha ido al cuarto de
baño, se está vistiendo. Sorprendido, le pregunta:
-¿Pero dónde vas?
-¿Dónde voy a ir? ¡A contarlo! A contarle a Elsa Maxwell o a la
primera comadre de Hollywood que me encuentre que me he acostado
con Luis Miguel Dominguín.
Sí, ya sé que la escena no fue así, sino justo al revés.
Aseguran que Luis Miguel, rematada la triunfal faena, salió
corriendo del lecho, para contarla y ponerse ante los amigos la
laureada del amor con la más hermosa hembra de la fábrica de
sueños. Tengan en cuenta que reescribo la historia en 2004,
cuando las cosas son al contrario. Como dioses aburridos,
estamos creando un mundo al revés. Ya no son los toreros los que
corren a contar que se han acostado con la bella. Ahora las que
ni siquiera son bellas ni artistas de cine, en todo caso de la
fábrica de insomnios, corren a contar que se han acostado con un
torero, o incluso con medio Cossío, en la primera deleznable
televisión que les pague adecuadamente. Las que pregonan yacija
en el puntazo de una hora o ayuntamiento carnal más duradero son
las autoproclamadas fornicantes, nunca los toreros.
Aquel torero mítico, amante latino de ojos negros y tez cetrina
como el Juan Gallardo del «Sangre y arena» de Rouben Mamoulian,
está ahora abrumado, descolgando teléfonos para negar la escena.
Si el tiovivo de la memoria sepia de España girase ahora,
tendríamos a Luis Miguel Dominguín haciendo una y otra vez su
famoso adorno del teléfono. Descolgando teléfonos, acosado, para
enjaretar desmentidos a la desvergüenza de peaje de la fulimandú
de turno:
-Que no, que yo no me he acostado con esa tía, ni la conozco...
Más cornás da la televisión basura.
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