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Es
como si María de los Reyes Fuentes acabara de publicar sus
«Elegías de Uad El Kebir» o Rafael Montesinos su antología de
poesía taurina. He vuelto a leer en la Tercera de ABC un
artículo de Manuel Mantero. Como cuando Mantero acababa de ganar
el premio nacional de Literatura por su libro «Tiempo del
hombre» y Luis Calvo lo invitó a que escribiera terceras para
aquel ABC de fidelidades a Estoril de las que el poeta sevillano
era profeso, Ignacio Camacho se las ha pedido para este ABC de
fidelidades a la libertad. Al fin y al cabo lo mismo, pero con
Estoril ya en La Zarzuela.
Den por no leído el párrafo que antecede, porque en la sabatina
Tercera de Mantero, «Un tatuaje alrededor del ombligo», han
podido hallar de todo, menos naftalina. Yo, de momento, he
hallado una clave para entender Sevilla. Desde su casa americana
en la Georgia de «Lo que el viento se llevó», en cuyo jardín el
viento de los últimos huracanes se ha llevado dos pinos gordos,
que le han costado los mil dólares que le ha cobrado el tío del
camión por retirarlos, dice Manuel Mantero, plumeando como las
alas de los ángeles de la Cárcava de su Sanlúcar la Mayor: «La
adolescente era muy bella. Dominaba la calle con su presencia.
Llevaba camisetilla y pantalones muy debajo de las caderas, en
prefabricada improvisación de libertad. En medio, como la carne
del bocadillo, la suya. Alrededor del ombligo, estas palabras
tatuadas: «Don´t look too much», es decir, «No mires demasiado».
En la ciudad norteamericana donde vivo, como en cualquier parte,
nadie se asombra de tales cosas».
En la ciudad andaluza donde sigues viviendo con tus versos,
Manuel Mantero querido, tampoco nadie se asombra. Las caderas de
las globalizadas muchachas asoman por esos calculados pantalones
que delimitan orografías de venusianos montes. Pero te diré por
qué no te asombraste, oh Mantero, con el tatuaje del ombligo de
esa muchacha. Esa muchacha que has visto en Athens, Georgia,
USA, se llama Sevilla. Ese tatuaje es el que le andan poniendo
al ombligo de la muchacha que amamos. Con el tatuaje de las
pedanterías, en los dogmas de las nuevas inquisiciones, nos
dicen que no miremos demasiado el ombligo de Sevilla, que
nuestros males vienen de tanta contemplación. A los que, como
tú, Mantero, nos dedicamos al discreto oficio del dulce mirar el
ombligo a Sevilla, nos llaman despectivamente ombliguistas. A
nuestra delectación, ombliguismo. Pecado de lesa modernidad.
Anatema sit.
Por eso, Manuel, aparte de tatuarlo como fruta prohibida del
paraíso del bien y del mal que ellos deciden cuál es, se dedican
últimamente a ponerle diversos pírcines al ombligo de Sevilla.
En La Encarnación mismo sabrás que quieren ponerle un pircin al
ombligo de Sevilla en forma de hongos, quizá se lo hayas leído a
Carlos Colón en el teletipo de las amapolas de Internet. Al
ombligo cernudiano de la Plaza del Pan, al ombligo del Espartero
en La Alfalfa, al ombligo de mosto aljarafeño de La Pescadería,
quieren ponerle un pircin llamado remodelación. Y por muchos
pírcines que le pongan, el ombligo de Sevilla lo aguanta todo.
Cuando la Expo, a Sevilla le pusieron los pantalones muy por
debajo de las caderas, y algunos hasta se los bajaron, y aunque
le colocaron un inmenso pircin en La Cartuja, lo más hermoso
seguía siendo el mismísimo ombligo de toda la vida: el ombligo
del atardecer en la Catedral, el ombligo del ruiseñor sobre la
piedra de una espadaña.
Sé, Manuel Mantero, que, como yo, no le has hecho el menor caso
al tatuaje que te dice que no mires demasiado el ombligo de esta
muchacha querida a la que llamamos Sevilla. Los dos estamos
convencidos de que aunque nos acusen de ombliguistas, Sevilla
tiene un ombligo digno de ver. Tan bello como el de la mujer que
amamos.
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