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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


¿Perro o gato en la Casa Blanca?

LOS presidentes americanos se distinguen de los españoles por dos cuestiones: cuando suena el himno nacional, se ponen firmes y se llevan la mano al pecho...

-Eso es para que con la emoción patriótica no les roben la cartera, usted...

Sí, como aquel entrenador del Betis que en un ascenso a Primera sacó la afición a hombros, como un torero. Terminada la exaltación de la victoria, le preguntaron por el gesto del beticismo. Dijo:

-Muy emocionante...¡Pero en la bulla me han quitado la cartera!

Para que no les roben la cartera con la exaltación patriótica, los presidentes americanos suelen llevar un perro, segunda cuestión que los diferencia de los españoles. Aterriza en la grama de la Casa Blanca el helicóptero, bajan el presidente y la primera dama y con ellos desciende un perro, moviendo la cola como es su obligación. Bush tenía una perra famosísima, Spot. Murió de vieja, con quince años, el pasado febrero, y, como personaje de la vida pública que era, el «New York Times» trajo su obituario. Clinton tenía en la Casa Blanca un gato blanco y negro, que cazaba ratones por ambos pelos, Socks. Los votantes le escribían cartas, que un equipo presidencial contestaba en su nombre, firmándolas con la huella de su garra. Para los americanos la alternancia en el poder es que la perra de Bush suceda al gato de Clinton en la Casa Blanca, los perrunos republicanos a los gatunos demócratas, o viceversa. Las elecciones de ayer han estado tan reñidas porque los Estados Unidos están divididos, y republicanos y demócratas se llevan como los perros y los gatos que quieren llevar a la Casa Blanca. Cuando escribo no sé si en la Casa Blanca habrá un perro republicano o un gato demócrata. Habrá, en cualquier caso, algo que nos falta: la consagración pública del amor por los animales. Aquí, con la victoria del PSOE, salieron de la Moncloa no sólo Aznar y Ana Botella. También desalojaron a tres tristes gatos presidenciales, Manolo, Margarita y Lucas, que no pudieron quedarse como la llama andina de González, que es fija de plantilla.

Aparte de la ridiculez del Jalogüín, podíamos copiar de los americanos el amor público por los animales. Y de los ingleses, el agradecimiento a ellos. En Park Lane, Londres levanta un monumento que la Princesa Ana inaugurará el 24 de noviembre: una escultura en homenaje a los animales que sirvieron, sufrieron y murieron junto a los hombres en las guerras. En la escultura de David Backhouse, con la leyenda «No tuvieron opción», los ingleses honrarán a esas mulas de las artolas sin las que no hubiera sido posible el Arma de Artillería. A los caballos de lanceros y coraceros, A las palomas mensajeras de Ingenieros. El monumento rendirá tributo a las mulas cuyas cuerdas vocales fueron cortadas para que se mantuvieran en silencio en los frentes de Birmania; a los burros que murieron bajo el peso de sus cargas en El Alamein; a los miles de palomas que volaron kilómetros, aun heridas, para entregar sus mensajes.

Nos falta esa sensibilidad. No tenemos un monumento a ese caballo desventrado tras el que su jinete, un guardia de Asalto, se parapeta para tirotear a los sublevados en la Barcelona de 1936. A las mulas artilleras que tomaron El Pingarrón o Garabitas. A las palomas mensajeras del cerco del Santuario de la Cabeza. O recentísimos animales, víctimas de la barbarie de los terroristas del islamismo o de la ETA. En las Vascongadas, los etarras quemaron el coche de un policía autónomo: dentro estaba su perro, que ardió vivo. En una casa de Alcalá de Henares, una gata siamesa, Truchi, todavía busca a su dueña, una estudiante de Filología Inglesa: murió en la explosión asesina del tren de Santa Engracia el 11 de marzo de 2004.


 

Sobre animales, en El Recuadro:

Spot, la perra de Bush

El perro del mendigo muerto

Gatos, perros y otros animales maravillosos (antología de artículos)

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