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Este
que tiene usted entre las manos, lector, no es un artículo. Es
el pago de una deuda. Yo les debía a los hermanos de La Amargura
un artículo. Saldo la deuda con el presente. El que paga,
descansa. Y nada digo del que cobra. El que cobra pega un salto
que llega al techo. Al techo de palio de La Amargura. Palio que
he visto salir de la Catedral no sé cuándo. No sé si ayer, no sé
si en 1954, el año de las conmemoraciones concepcionistas,
cuando Alfonso Grosso pintó el cuadro del crucero de la Catedral
y a la Inmaculada le puso...
-La cara que había que ponerle, usted, ¿qué cara le iba a
poner?- me dice un armao.
-Cállese usted la boca, que esto va de Silencio Blanco y no de
Silencio Verde, y yo sé que usted está en contra del Silencio
Verde...
Hay pagos con los que la memoria despierta. Anoche, viendo a La
Amargura lo mismito que hace cincuenta años, cuando la vi salir
coronada por Segura desde el balcón de mi casa de la calle
Bayona, pensé que las hermandades tienen siempre dos
itinerarios. Un itinerario viene en Er Pograma. Es el itinerario
del espacio. Pero hay otro, el itinerario de la memoria, que no
aprueba el Cabildo de Toma de Horas.
-¿En cuál de los dos itinerarios vio usted entonces anoche a La
Amargura?
¿En cuál va ser? En el exacto itinerario del tiempo. En el
camino más corto de la memoria. Sonaba «Amargura», que sé que es
en plural, pero yo la escuchaba en singular. Y tan singular. Se
la escuchaba al que mejor la tocaba de España. A Antonio Sanz, a
Antoñito Cofradías. Él solito, tarareándola, la tocaba mucho
mejor que la banda municipal con don Pedro Braña. Cada vez que
termina «Amargura», con ese «tan tan chán, chán tan» que nos
sabemos todos, a mí me suena en la memoria un óle. El óle que
Antoñito Cofradías, desde la primera fila del San Fernando, daba
siempre en el pregón, al terminar «Amargura».
Y anoche, mientras pasaba La Amargura, vi a muchos hermanos que
no estaban, pero que sí estaban. Vi de pronto a Luis Ortiz
Muñoz. Como aquella última vez a la puerta de San Juan de la
Palma. Un Ortiz Muñoz ya mayor, operado de cáncer de laringe,
con la máquina de fotos en la mano. Y tras Ortiz Muñoz vi pasar
a la centuria romana que, como filatélico de la Pasión que era,
se inventó para que acompañara al Señor del Silencio Blanco. Oí
las bromas que gastaban en el colegio a Andrés Ollero, nazareno
de la Amargura. Lo que le decía el macareno Delgado Chozas:
-¿Pero cómo os vais a comparar con nuestros armaos, si los
vuestros son todos policías armadas vestidos con la ropa que ha
sobrado de una película de romanos?
He visto de pronto a toda la saga fotográfica de los Serrano. De
blancos nazarenos. Serrano el Viejo hace la foto del cartel de
la cruz de guía en la puerta de San Juan de la Palma. Ese farol
lo lleva un hijo suyo. Y esa misma foto, treinta años más tarde,
vuelve a hacerla El Nene Serrano. Tras esa cruz, en el primer
tramo, viene con un cirio un hijo suyo: Serranito. Y ahora veo a
Manuel Bermudo Barrera, engrandeciendo a su hermandad, a
Sevilla, a la Semana Santa, reinventando la Feria y hasta la
Conquista de Sevilla, nuevo San Fernando.
Y viene ya la Virgen. Inconfundible Amargura de Sevilla en la
dulzura de un rostro. Y no la veo aquí. La estoy viendo, como
tantas noches de invierno, en un viejo cartel sepia, impreso en
el huecograbado de Fournier, en Vitoria. El cartel de la
coronación. Está aún puesto en Casa Román, al fondo del
mostrador de jamón y queso. Lo acaba de traer Manuel Bermudo.
Todavía está anunciando la coronación de su Amargura. Hay que
anunciarla. Tengo pantalón corto y voy a verla desde un balcón
de Bayona esquina a Gradas. En el exacto itinerario del tiempo
detenido.
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