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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


En Marbella se ha apagado una luz

El Ayuntamiento de Marbella está arriba, dentro de las calles estrechas y antiguas del pueblo, barrio de Santa Cruz en versión de bono de Bancotel. En la Plaza de los Naranjos, llena hasta el último centímetro de veladores de turistas de paella a las siete de la tarde, que creen ellos que es la hora típica de tomarla en España. El Ayuntamiento de Marbella tiene una fachada de cal con lápidas y escudos que recuerdan a los Reyes Católicos. Todos la conocemos. Hemos visto cien veces a Julián Muñoz recorriendo esa fachada, con sus pantalones de cintura Imperio, su fijador y sus gafas negras modelo gobernador civil y jefe provincial del Movimiento, haciendo el paseíllo hacia un pleno de escándalo, acompañado de sus correspondientes cuadrillas de paparazis y alcachofas. Y todos conocemos el interior de ese salón de plenos del Ayuntamiento de Marbella, donde toda corrupción tiene su asiento y toda degradación política su turno de réplica.

En el estrado de ese salón de plenos, el viernes se sentó un Papá Noel. Acompañaba a Carlos Fernández, concejal delegado de Fiestas. Anunciaron la llegada a Marbella del delicioso tiempo de la Navidad: pequeño Caribe con paseo de mármol a la vera del mar, cotillones de hoteles, tumbona al sol de un microclima que, al cambio, es Miami; hasta con casa de Julio Iglesias al lado, para que no le falte un perejil. En ese anuncio como anglosajón o de colonia de jubilados holandeses, no sé si Papá Noel o el concejal dijeron que más de dos millones de bombillas iluminarán las calles de Marbella por Navidad.

Lo que no dijeron, ay, es que apenas horas más tarde, en Marbella se iba a apagar una luz. La irrepetible luz de la vida de un niño. Y que iba a ser en los soportales del Hotel Andalucía Plaza, al lado del inmenso hall como de aeropuerto, donde las mangadas de turistas japoneses con sus maletones de ruedas esperan el autobús de vuelta. Soportales de moras ricas vestidas de Dior que van a echar la tarde en las maquinitas del casino, entre prestamistas y vendedores de lotería con ramita de romero en la solapa. Soportales de restaurantes italianos, de butís extrañísimas, de negocios que todos se preguntan cómo pueden subsistir y que son de unos rusos más raros... Allí, en ese hotel, una familia de La Rinconada disfrutaba del puente: «Mira, y me han dicho que hay un túnel que se puede ir andando directamente a Puerto Banús, que está ahí al lado». Iban a ser unos días de sol, de tranquilidad, de comer en la calle, de pasear por el puerto, que no, mujer, que Gunila ahora no está, te crees tú que Gunila va a estar aquí esperando que tú llegues.

El niño, quizá, pidió que lo dejaran ir a los videojuegos fantásticos que vio en el hall del hotel: «Luego, luego vas; ahora me vas a acompañar a la peluquería y te quedas por allí...». Lo que nadie sabía, ni lo anunció el concejal, ni el Papá Noel de la rueda de prensa navideña lo dijo, es que en Marbella, ay, los disparos de los videojuegos no están en las pantallas de las maquinitas infantiles. Las mafias juegan a su pleiesteichon con fuego real, con metralletas y encapuchados, con matones y ajustes de cuentas. Aquella Marbella corrupta de Jesús Gil que iba a ser Miami ha roto en Chicago. Hasta ahora aparecían los argelinos con el matarile de un tiro en la nuca en un chalé por la parte de Nagüeles. Ya junto al hall del Andalucía Plaza los más terribles videojuegos no son de mentirijillas digitales, sino de verdad. Las ráfagas de metralleta rompen la alegría de las familias.

Si toda muerte causa espanto, a mí ahora se me ha cortado el cuerpo pensando en los padres de ese niño de La Rinconada muerto en el tiroteo de las mafias marbellíes, en los que iban a ser los días de la felicidad.

En la Navidad de Marbella se ha apagado una luz. La insustituible luz de la vida de un niño. Ningún Papá Noel lo anunciará oficialmente en el Ayuntamiento de la Plaza de los Naranjos.


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