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                materia de ruina del caserío de Sevilla, de tan malas calidades 
                y tanto material de acarreo, el Servicio de Bomberos tiene 
                expertos avezadísimos y la Gerencia de Urbanismo, técnicos de 
                probada pericia. Cuentan, además, con una Consultora única: la 
                Virgen de los Reyes. Como adelanto de una de las tres gracias de 
                la Virgen en su salida extraordinaria de mañana hay que entender 
                que en la calle Chicarreros no ocurriera una desgracia, un nuevo 
                muro del Bazar España. 
 Las calles de Sevilla tienen algo de humano, alguna especie de 
                alma. Como las personas, como las familias, las calles tienen 
                rachas de esplendor y de decadencia, de fortuna y de desgracia. 
                La calle Chicarreros tiene el cenizo. Es una calle, si no 
                muerta, agonizante. Acabó con ella la Caja de Ahorros. Cuando la 
                Caja se quedó con la antigua Audiencia para sede principal, el 
                edificio histórico le pareció poco, y compró los medianeros. 
                Compró la esquina de Entrecárceles y por poco se queda en esa 
                acera hasta con los escaparates del Bazar Victoria, la 
                ferretería donde todos los sevillanos, obligatoriamente, 
                deberíamos ir a comprar tornillos, para mantener el tesoro 
                impagable de su decoración clásica, de su ambiente. Por el lado 
                de Chicarreros, la Caja compró la casa donde estaba el zapatero 
                de los botos a medida, los bajos de las radios Telefunken de 
                Garibay. Y compró las Bodegas Cepejón, con su charcutería y su 
                largo mostrador de caoba y moyate, que era la que animaba, daba 
                alma, a Chicarreros. Por allí, o por la colindante Bodega 
                Peinado, con sus botellas de blanco Fragata, ahora se entra a 
                las conferencias y exposiciones de la Caja. Terciarización se 
                llama la figura. Traduzco: calle a la que le han quitado el 
                alma.
 
 Con la Caja, todo empezó a languidecer, a cerrar. Esquina de La 
                Nueva Ciudad abajo, cerró la tienda de cafés, la corsetería, el 
                despacho de pan y tortas. En los altos de esa tortería vivía un 
                sevillano ilustrísimo: Antonio Sanz, conocido en todo el orbe 
                católico como Antoñito Cofradías, el que tocaba «Amargura» con 
                la boca mejor que la Banda Municipal y se llevaba todo el romero 
                del Corpus con sus enormes pies planos, mientras se fumaba un 
                puro costeado por su club de fans, la sociedad La Gloria de 
                España. Era el tiempo en que desde la calle Chicarreros se 
                regían los destinos del Sevilla Fobaclú. Ni calle San Miguel ni 
                nada: el Sevilla se mandaba desde la calle Chicarreros. Allí 
                tenía su imperio del género de punto el presidente sevillista, 
                don Manuel Zafra Poyato, que se fue quedando con muchos locales 
                de esa acera, hasta la esquina de la Plaza.
 
 Triste bolero, ya todo aquello pasó, todo quedó en el olvido. 
                Apenas Pleximar mantenía el pulso comercial de la calle, contra 
                viento y marea. Pleximar se había renovado de un modo 
                refinadísimo. Ya no era el reino de las palanganas de plástico. 
                Se había especializado en decoración y regalos, muy a la 
                inglesa: cestos de mimbre para la ropa sucia con tapaderas de 
                hilo y encajes, marcos de plata, detallitos de gusto para la 
                cocina. Sobre todo aquello, ¡cataclás!, la ruina. El cenizo que 
                trajo la Caja, llevado hasta el final.
 
 Como buen sevillano novelero, fui a darle al ojo a Chicarreros, 
                entre belenes de los puestos de la Plaza, vallas y la enorme 
                grúa que derribaba muros interiores. Chicarreros daba más pena 
                que nunca. Todo oscuro, cerrado. Deshabitada. Como fantasmal. 
                Mirando desde la Plaza, al fondo, el viejo balcón al que se 
                asomaba para ver llegar la Cuaresma el maniquí de nazareno de Al 
                Siglo Sevillano. No estaba ya el nazareno en su balcón. Sólo 
                estaba su fantasma, contemplando el cenizo de una calle maldita, 
                donde una gracia de la Virgen de los Reyes evitó una desgracia. 
                Mejor celebración del Sesquicentenario del Dogma de la Purísima 
                no cabe.
 
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