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En
el coche iban Lidia y Ana. Nada de lujazo de automóvil. Un Seat
Ibiza. No se sabe cómo, el coche se salió de la carretera de
Carmona, camino de Córdoba. Volcó. Cayó sobre la mediana. Lidia,
que conducía, resultó gravemente herida. A Ana, que iba en el
asiento del acompañante, le cayó el coche encima. Cuando
llegaron las asistencias, a Lidia la trasladaron urgentemente en
helicóptero sanitario al hospital. A Ana sólo le pudieron
certificar la muerte.
Ana y Lidia eran periodistas. Lidia, camarógrafa; Ana,
redactora. Periodistas de calle en su más dura infantería: la
prensa del corazón. Razón por la que quizá ni siquiera las
llamaban periodistas, sino paparazis. ¿Cuántas veces una famosa
de tres al cuarto, profesional de las exclusivas, no habría
huido de ellas a ese solo nombre?
-¡Cuidado, que hay paparazis!
Es triste profesionalmente el trabajo de los paparazis.
Muchísimas veces, periodistas que no han encontrado más trabajo
que este subempleo del corazón, como portadores de micrófonos
para preguntar tonterías de primera a famosos de quinta.
Personajillos que como pueden romperles su exclusiva, insultan y
agreden a unos paparazis que se ganan anónimamente sus
habichuelas lo más honradamente que pueden. En el único trabajo
que han encontrado. Tratando de salvar su dignidad profesional
entre traficantes de miserias ajenas, esclavos de un oscuro
negocio de trata de famas. De cuya servidumbre están deseando
salir. Me han dicho algunos:
-A ver si me ayuda usted a encontrar un trabajo mejor que éste.
Hace tres años que soy licenciada en Ciencias de la Información
y aquí me tiene usted, alcachofa en mano, persiguiendo
famosillos.
Al ojeo. O al aguardo: horas y horas ante la casa de un chufla
que no tiene nada que decir ni quiere. Teniendo que hacerle la
pregunta-trampa: conseguir que pique con un asunto nimio para
luego sorprenderlo y que largue sobre lo que no quiere decir. Ni
a nadie interesa. Más que a los mayoristas de basura que
mantienen y perpetúan esta esclavitud, traficantes de bazofias.
A las chicas de la alcachofa y la cámara ese corte de vídeo se
lo comprará a tanto la pieza, miseria por miseria, la agencia
con que colaboran. Sí, colaboradoras, no fijas en plantilla. En
el alambre y sin red. En el mejor de los casos, con un
contrato-basura. La basura informativa se nutre laboralmente de
contratos de su misma naturaleza. Así, tras cinco horas
aguardando, poniendo el coche y pagándose la gasolina, sacarán
ese medio minuto de oro que le comprarán por media pringá y que
repetirán hasta la saciedad las televisiones nutridas por las
distribuidoras de miserias. Y que comentarán cotillas de lujo
que cobran por lo menos cien mil pesetas por tertulia, y que
ellos sí que van de plató en plató, sin el menor rigor,
especialistas en la generalidad de la chuflería.
Ana iba a Villafranca de Córdoba, a la inauguración de un
gasoducto por el Príncipe de Asturias. ¿Qué interés tiene un
gasoducto para la prensa del corazón? Quizá iba para preguntar a
Don Felipe por el embarazo de la Princesa de Asturias. A lo
mejor con la hábil pregunta-trampa habitual. Preguntarle por el
gasoducto, por las tecnologías y luego, ¡zas!, meterle el
anzuelo del embarazo, para que pique y dé el minuto de oro. Ese
minuto de oro que no pudo grabar con su alcachofa le ha costado
la vida a Ana. Cuando hoy vean ese tipo de televisión,
consideren que el comercio del cotilleo indigno está construido
sobre el subempleo de muchos anónimos licenciados en
Comunicación que se han de tragar sus ilusiones profesionales,
porque no han tenido más remedio que elegir entre ser un parado
o un paparazi.
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