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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Elogio del paparazi

En el coche iban Lidia y Ana. Nada de lujazo de automóvil. Un Seat Ibiza. No se sabe cómo, el coche se salió de la carretera de Carmona, camino de Córdoba. Volcó. Cayó sobre la mediana. Lidia, que conducía, resultó gravemente herida. A Ana, que iba en el asiento del acompañante, le cayó el coche encima. Cuando llegaron las asistencias, a Lidia la trasladaron urgentemente en helicóptero sanitario al hospital. A Ana sólo le pudieron certificar la muerte.

Ana y Lidia eran periodistas. Lidia, camarógrafa; Ana, redactora. Periodistas de calle en su más dura infantería: la prensa del corazón. Razón por la que quizá ni siquiera las llamaban periodistas, sino paparazis. ¿Cuántas veces una famosa de tres al cuarto, profesional de las exclusivas, no habría huido de ellas a ese solo nombre?

-¡Cuidado, que hay paparazis!

Es triste profesionalmente el trabajo de los paparazis. Muchísimas veces, periodistas que no han encontrado más trabajo que este subempleo del corazón, como portadores de micrófonos para preguntar tonterías de primera a famosos de quinta. Personajillos que como pueden romperles su exclusiva, insultan y agreden a unos paparazis que se ganan anónimamente sus habichuelas lo más honradamente que pueden. En el único trabajo que han encontrado. Tratando de salvar su dignidad profesional entre traficantes de miserias ajenas, esclavos de un oscuro negocio de trata de famas. De cuya servidumbre están deseando salir. Me han dicho algunos:

-A ver si me ayuda usted a encontrar un trabajo mejor que éste. Hace tres años que soy licenciada en Ciencias de la Información y aquí me tiene usted, alcachofa en mano, persiguiendo famosillos.

Al ojeo. O al aguardo: horas y horas ante la casa de un chufla que no tiene nada que decir ni quiere. Teniendo que hacerle la pregunta-trampa: conseguir que pique con un asunto nimio para luego sorprenderlo y que largue sobre lo que no quiere decir. Ni a nadie interesa. Más que a los mayoristas de basura que mantienen y perpetúan esta esclavitud, traficantes de bazofias.

A las chicas de la alcachofa y la cámara ese corte de vídeo se lo comprará a tanto la pieza, miseria por miseria, la agencia con que colaboran. Sí, colaboradoras, no fijas en plantilla. En el alambre y sin red. En el mejor de los casos, con un contrato-basura. La basura informativa se nutre laboralmente de contratos de su misma naturaleza. Así, tras cinco horas aguardando, poniendo el coche y pagándose la gasolina, sacarán ese medio minuto de oro que le comprarán por media pringá y que repetirán hasta la saciedad las televisiones nutridas por las distribuidoras de miserias. Y que comentarán cotillas de lujo que cobran por lo menos cien mil pesetas por tertulia, y que ellos sí que van de plató en plató, sin el menor rigor, especialistas en la generalidad de la chuflería.

Ana iba a Villafranca de Córdoba, a la inauguración de un gasoducto por el Príncipe de Asturias. ¿Qué interés tiene un gasoducto para la prensa del corazón? Quizá iba para preguntar a Don Felipe por el embarazo de la Princesa de Asturias. A lo mejor con la hábil pregunta-trampa habitual. Preguntarle por el gasoducto, por las tecnologías y luego, ¡zas!, meterle el anzuelo del embarazo, para que pique y dé el minuto de oro. Ese minuto de oro que no pudo grabar con su alcachofa le ha costado la vida a Ana. Cuando hoy vean ese tipo de televisión, consideren que el comercio del cotilleo indigno está construido sobre el subempleo de muchos anónimos licenciados en Comunicación que se han de tragar sus ilusiones profesionales, porque no han tenido más remedio que elegir entre ser un parado o un paparazi.




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