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Desde
el país de Europa donde vive entre nieves, tranvías y
salchichas, desde una ciudad con las campanas luteranas más
tristes del mundo, el sevillano ausente me pregunta con la
nostalgia de estas hojas nuevas en el almanaque del alma:
«¿Huele ya a Semana Santa? Por Dios, que no se carguen la
Semana Santa, ese descubrimiento sevillano más importante que
el de la luz eléctrica».
Le contesto diciéndole que aún no huele a Semana Santa, pero
que ya está aquí esa luz, no precisamente eléctrica. La luz
que anuncia que el tiempo del gozo es llegado, como un vuelo
rasante de ángeles del Nacimiento: «Gloria a los hombres en
las alturas de esta luz». Oler, no huele aún a Semana Santa.
Las olas del ojú, qué frío, han retrasado la llegada de la
blanca flor a los naranjos, y el descubrimiento anual del
sevillano, nunca sabe ni dónde ni cuándo, el azar del azahar.
Ni un buscador en la fiebre del oro de California sentía tal
alegría al ver brillar una pepita en su cedazo como el
sevillano cuando halla en una esquina el incierto olor del
primer azahar, tesoro de la ciudad.
Las otras nieves, las del pozo de Constantina, las de la
blancura de Hamapega, han retrasado hogaño la fragancia de
esta nevada de olor y de belleza sobre los naranjos. Pero ya
huele esa luz. La luz se huele. Es el juanramoniano milagro
poético de la sinestesia. Como perdemos los sentidos ante el
gozo de este tiempo, se nos trastocan de sitio sus
sensaciones. Se huele la luz. Tocamos el color tiniebla de la
montesinesca cera ardida. Se paladean los tambores de los
armaos. Se oye el color de un esparto de cinturón o alpargata.
Y así viene la luz, esta luz de Sevilla, como una flor. La
olemos. Y aspiramos su fragancia.
Yo la olí la otra tarde. Olí la luz primera, como un primer
azahar. Había estado en el cine por la Huerta del Rey, por
donde Zubiría, el que fue hermano mayor de la Esperanza, tenía
su vasco chalé de hiedras en la Sevilla de las huertas y los
cortijos Maestrescuela. La película terminó a eso de las
siete. A esa hora que hasta ayer mismo era de noche. Y nos
recibió en la calle el olor de esta luz. Al salir, por Eduardo
Dato, viniendo hacia Sevilla, al fondo, apareció la silueta de
la Giralda. Ya con otra luz. El atardecer del Aljarafe, rojo,
violeta, cárdeno, estaba ya como esperando cofradías de Triana
para poner un horizonte al puente. La luz. Esa luz que se
queda hasta tan tarde ya en Sevilla, como no queriéndose ir.
Mucho anunciar que ya huele a Semana Santa, pero prefiero esta
sinestesia juanramoniana del olor de esta luz del gozo. Luz
única. Una luz distinta. En esta mudá del azahar y de la luz,
doblemos los zancos de la parihuela del verso del hermano de
Manuel Machado: «Esta luz de Sevilla es el palacio...» Sí, don
Antonio: el palacio de Pilatos en la luz de la Calzada; el
palacio de Herodes en la luz de la Casa de los Artistas; el
palacio de Caifás en la luz de cal de las casitas del Barrio
León; el palacio de Anás en la luz colonial de las palmeras de
la Gavidia.
En el Eclesiastés todo tiene su tiempo, un tiempo de nacer y
un tiempo de morir, un tiempo de llorar y un tiempo de reír, y
en Sevilla todo tiene su luz. Una luz de Corpus y una luz de
nardos de la Virgen. Una luz de tarde de Resurrección en el
Arenal y una luz de cucaña sobre el río. Una luz de espada y
de pendón y una luz de caramelo en el 5 de enero. Y todas las
luces son la luz, hijas de esta luz de ahora, como recién
salida del horno del Creador. Hermanos de luz eran los
primitivos nazarenos de Sevilla. En esta luz panteísta me
encontré ayer, un año más, Al que creó el amanecer en el
Museo. Quien me mostró su carné de identidad en las siete
revueltas que en la poesía popular de estos días de luz ha
liado Rafael Peralta Revuelta:
A Dios me encontré yo ayer.
Me dijo: «Soy de Sevilla
y me llamo Gran Poder».
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