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Hace
tiempo que se fueron, pero vuelven cada año para estrenar el
Domingo como buenos sevillanos. Ya se sabe: quien no estrena,
señores, no tiene manos. Estrenan, como Sevilla, este Domingo
de Ramos, globos y garrapiñadas, colgaduras de damasco,
balcones con palmas nuevas y la mañana en los palcos,
nazarenos del Amor y amores de los muchachos.
El primero que regresa es el mismo San Fernando, quien para
por estos días en el Arco de mi barrio, el Postigo del Aceite.
No elige mal el muchacho. En el escudo de piedra San Fernando
está sentado. Allí desde el Siglo Trece, a La Paz está
esperando, con Leandro e Isidoro, que también son abonados.
Sacan juntos estas sillas hace ya un porrón de años. El Santo
Rey, como saben, es tan buen aficionado que la espada en estos
días está en su lugar descanso y en sus manos, Er Pograma,
horarios e itinerarios. Sabe, por tanto, que pronto vendrán
nazarenos blancos y en cuanto suenan cornetas, va y le dice a
San Leandro: «Leandro, la mejor yema es ver andando a ese
palio, malla de plata y la gente que manda Antonio
Santiago...» Cómo iba El Porvenir de bien están comentando,
cuando San Fernando escucha tambores trianeando y a Isidoro se
lo advierte: «Verás cómo viene el paso, La Estrella trae al
Alfolí un trocito de Altozano». Y así un día y otro día, hasta
el mismo Viernes Santo. Qué jartón de cofradías que se pega
San Fernando en ese palco de piedra en el escudo del Arco.
Desde el Señor de Sevilla a un Trianero expirando; y a un
Estudiante que ha muerto de Divino Catedrático; La Piedad
baratillera; la Esperanza y el Caballo; la Quinta Angustia sin
lágrimas y el crujido del Calvario.
Y allí al lado, en la capilla, que bula un Papa le ha dado,
Sevilla ha puesto unas puertas de cristales emplomados en los
que la Pura y Limpia va su cara reflejando: la Esperanza de
Triana; la Caridad, que es del barrio, y Guadalupe, lo mismo,
de la calle Dos de Mayo; Mercedes del Tirolínea; la Salud de
San Gonzalo, y aquella que nadie cita: Mayor Dolor y Traspaso.
Y mientras viene una y otra, mira Er Pograma el Rey Santo y se
va a la Plaza Nueva y se planta en su caballo, tras tomarse su
copita en Becerra o en Toranzo, que también merece el hombre
pegarse su latigazo, y comprueba desde arriba todo lo que
estoy contando. Que todos los que se fueron vienen a ver el
milagro. Don Pedro el Rey la cabeza vuelve a perder, Martes
Santo, que al llegar la Candelaria se le ve decapitado. Y ese
valiente Daoiz, artillero sevillano, en la Plaza la Gavidia
deja de dar zapatazos cuando llega el Dulce Nombre ese Martes
que he nombrado: el barco La Bofetá va formando un Dos de
Mayo. El Cid cabalga de nuevo a lomos de su caballo y aunque
un poco esaborío, que saben que es castellano, nada le gusta
en el mundo más que La Paz regresando, con dos torres por
ciriales y una corneta tocando. En la Plaza del Triunfo, ya lo
habrán adivinado, el Viernes de Madrugada la Virgen va
comprobando que el cirio de la defensa del misterio inmaculado
lo proclama un nazareno del Silencio, qué espadazos le va
pegando a la noche camino de calle Francos.
Al señor don Juan de Mesa este año le han sacado una silla en
San Lorenzo: va a ver su propio milagro. Y a Martínez Montañés
larga jangá le han jugado, no puede ver a Pasión, porque a él
no lo han salvado. Nada digo de Sor Angela viendo el rosa
Subtarráneo. Piensa Rodríguez Ojeda a la vera de otro Arco:
«Pues no caen malamente mis bambalinas del palio». Caracol en
la Alameda a Montensión le ha cantado una saeta que un óle le
han gritado los rosarios y en el huerto los apóstoles de la
siesta han despertado. Y me quedan muchos más: me queda Niño
Ricardo, y la Niña de los Peines a las Angustias peinando,
Murillo viendo el Museo, Velázquez de bulla harto, Julio César
y Amargura, Hércules con los armaos... Y me queda finalmente
ese tío atravesado que se llama Hombre de Piedra: le importa
Sevilla un rábano y está sin ver cofradías, de rodillas,
castigado.
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