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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Humo, ceniza y dolientes pasivos

Tenemos leyes y más leyes para proteger a los fumadores pasivos del humo del tabaco, pero no hay reglamentación alguna que preserve a los dolientes pasivos de la ceniza de los muertos. Con el folklore del esparcimiento de las cenizas de difuntos en lugares sentimentales o pintorescos, no sabemos la cantidad de muertos que respiramos. Sanidad divulga por primavera los datos sobre polen, para los asmáticos. Deberían informar también de las partículas de cenizas mortuorias que están en suspensión en el aire o en las aguas del mar, con la dichosa modita funeraria.

Cuando usted se está bañando en la Caleta gaditana o en la Cala de Benidorm, es como si nadase en el cementerio de la Almudena o en el de San Fernando. Cientos de familias han cumplido en esas aguas la última voluntad del pobrecito Paco, que leía el ABC bajo su sombrilla aquí, o de Carmeluchi, que lo que más le gustaba del mundo era jugar al parchís con sus amigas en la Caleta.

Cuando Assunçao va a tirar una falta que habrá de convertir en gol, el balón no está sobre el césped de Heliópolis. Está, y nunca mejor dicho, sobre los verdes campos del Edén. Los verdaderos verdes campos del Edén. Ese balón que Assunçao va a convertir en gol descansa sobre las cenizas de cientos de béticos, que antes de morir dijeron a sus hijos:

-Cuando yo me muera, me incineráis y tiráis mis cenizas en el campo de mi Betis bueno, porque yo, que soy bético hasta la muerte, quiero seguir siendo bético más allá de la muerte.

Y más allá de la infección que puede coger Assunçao, como el Javi Navarro de turno le dé el codazo de reglamento y se hiera en esos encenizados verdes campos del Edén. Y quien dice campos de fútbol, dice idílicos paisajes de vegas, sierras, miradores de la meseta castellana o ruedos de plazas de toros. El torero que en tarde de triunfo toma un puñado de albero y lo besa para demostrar su cariño por esa plaza, seguramente se está llevando a la boca, uf, qué asco, los restos de un abonado del tendido 5, cuya última voluntad fue que sus cenizas fuesen arrojadas en los medios del ruedo de su afición.

Muchos saben la historia de aquella familia que al alba, con viento fuerte de Levante, se embarcó en una chalupa para arrojar cumplidamente las cenizas de su difunto en el Estrecho. Desconocedores de la mar, los deudos del extinto navegante pusieron la urna de las cenizas en la amura de barlovento y la abrieron. ¡Para qué lo hicieron!, El levantazo hizo que las cenizas no fueran a parar al mar, sino a los trajes de luto de quienes sobre Neptuno no tuvieron en cuenta a Eolo. Por lo que las cenizas del navegante no terminaron en su mar querida, sino en la tintorería donde hubieron de llevar las empolvadas ropas y en las lavadoras que devolvieron su blancura a las camisas ennegrecidas por los restos del difunto. Se ha reescrito en Gran Canarias ahora esa historia, más triste aun, con muerte sobre la muerte. Los dolientes llevaron las cenizas del ser querido al acantilado donde pasaba horas de gozo pescando. La mar que iba a ser su tumba lo fue también para los dos familiares que arrojaban las cenizas. Un golpe de mar se los llevó con la urna para siempre.

Si hubiera una ley que protegiera a los dolientes pasivos, esos dos atribulados canarios no hubiesen muerto en el cumplimiento de una última voluntad. En El Rocío ya existe esa ley, y la aldea de la romería no será más quevedesco arenal de polvo enamorado de la Blanca Paloma. Las letras de las sevillanas rocieras seguirán sonando a vida y no a misa de réquiem. Porque al paso que iban en El Rocío, no digo que mártires de la última voluntad como en Canarias, pero la letra de las sevillanas rocieras sí iban a tener que cambiarla: «Me pongo mi sombrero,/me pongo mi medalla,/y me trago las cenizas/de tós los muertos que haya».



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