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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Sevillanas por un Papa difunto

CUANDO el siglo XIX iba a doblar la esquina y Maurice Ravel tenía sólo veinticuatro años, escribió una breve pieza por encargo, que llegaría a ser su primera obra de éxito: «Pavane pour une Infante défunte». Por este encargo de la princesa Edmond de Polignac nació una obra cuya popularidad inmediata llegó a molestar casi de por vida al riguroso músico francés. Esa «Pavana» no tiene el menor mérito sentimental ni artístico al lado de otra obra musical que la voz de bronce del tañido de las campanas de Giralda titula ahora «Pavana sevillana para un Papa difunto». Son las Sevillanas del Adiós que empezaron a cantarle a Juan Pablo II, al Papa de Sor Angela, al Papa del Rocío, cuando lo despedían en su visita a Sevilla de 1982, la vez primera que un Papa estuvo en el Infierno, en la Calle del Infierno de la Feria, y que desde entonces quedaron como un escudo musical y sentimental de su pontificado:

Algo se muere en el alma

cuando un amigo se va...

Esta pavana no la escribieron para el Papa por encargo, como la de Ravel. Es anterior a su pontificado. Tienen el mismo tiempo que el reinado de Don Juan Carlos I. Fue escrita por el poeta Manuel Garrido y el compositor Manuel García y grabada por Los Amigos de Gines en 1975. Más redonda no le habría salido a un poeta que se hubiera puesto a crear una letra que un día recogiese con tal fuerza los sentimientos de la Cristiandad ante la vida y la muerte de un Papa. Interpretadas al órgano catedralicio por Enrique Ayarra, las Sevillanas del Adiós son la Misa de Réquiem que le ha escrito a Juan Pablo II el Mozart de una Sevilla agradecida por sus dos visitas. En su grandeza, los poetas se anteponen a los tiempos, adivinan los sentimientos, hacen suya la voz de todos. Con esas sevillanas con que lo despedimos por dos veces le decimos ahora para siempre adiós a un Papa cuya agonía hemos visto poco menos que televisada en directo, como un Cristo de la Expiración por el puente de la vida. Muerto el Papa, vuelvo a leerlas, con las palmas a la funerala y los tamboriles rocieros destemplados en señal de luto, y cada cuarteta parece escrita para este largo adiós de Juan Pablo II. Es como si el poeta, en 1975, hubiera adivinado las rimas populares de los gritos de las visitas del Papa a Sevilla («Juan Pablo II, te quiere todo el mundo»), cuando escribió: «Ese vacío que deja / el amigo que se va / es como un pozo sin fondo / que no se vuelve a llenar». Y evoco aquella mañana del altar barroco de Los Remedios, o aquel balcón de esquina en la ermita del Rocío cuyo barandal aún tiene el calor de sus manos: «Algo se muere en el alma, / cuando un amigo se va / y va dejando una huella / que no se puede borrar. / No te vayas todavía, / no te vayas por favor, / no te vayas todavía, / que hasta la guitarra mía / llora cuando dice adiós.»

Esa guitarra es hoy el tañido de una Giralda a cuyo balconcillo se asomó en 1993, reescribiendo los latines que el canónigo Pacheco redactó para su estela de la cara de Placentines: «En esta torre mandaron poner el coloso de la Fe vencedora, noble a las regiones del cielo». El nuevo coloso de la Fe vencedora, vencedora en su Polonia contra el comunismo, heraldo de la paz y de la justicia en un mundo nuevo, era aquel Papa que una mañana de beatificación de Sor Angela de la Cruz se había emocionado con esta copla y había llegado a aprenderla y a cantarla, en su más pentecostal que babélico universal don de lenguas. Si impresionados quedamos todos aquellas mañanas de 1982 y 1993, cuando la ciudad de Miguel del Cid cantaba por sevillanas a un Papa, ahora se nos pone un nudo en el alma cuando recordamos aquella impresionante imagen de Juan Pablo II, coloso de la Fe, en un balconcillo de la Giralda. El símbolo del Giraldillo, la Fe vencedora, se hizo carne y habitó por dos veces entre nosotros. Algo se le ha muerto en el alma a Sevilla, porque un amigo, el Papa amigo de Sor Angela, se ha ido para siempre.




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