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CUANDO
el siglo XIX iba a doblar la esquina y Maurice Ravel tenía
sólo veinticuatro años, escribió una breve pieza por encargo,
que llegaría a ser su primera obra de éxito: «Pavane pour une
Infante défunte». Por este encargo de la princesa Edmond de
Polignac nació una obra cuya popularidad inmediata llegó a
molestar casi de por vida al riguroso músico francés. Esa
«Pavana» no tiene el menor mérito sentimental ni artístico al
lado de otra obra musical que la voz de bronce del tañido de
las campanas de Giralda titula ahora «Pavana sevillana para un
Papa difunto». Son las Sevillanas del Adiós que empezaron a
cantarle a Juan Pablo II, al Papa de Sor Angela, al Papa del
Rocío, cuando lo despedían en su visita a Sevilla de 1982, la
vez primera que un Papa estuvo en el Infierno, en la Calle del
Infierno de la Feria, y que desde entonces quedaron como un
escudo musical y sentimental de su pontificado:
Algo se muere en el alma
cuando un amigo se va...
Esta pavana no la escribieron para el Papa por encargo, como
la de Ravel. Es anterior a su pontificado. Tienen el mismo
tiempo que el reinado de Don Juan Carlos I. Fue escrita por el
poeta Manuel Garrido y el compositor Manuel García y grabada
por Los Amigos de Gines en 1975. Más redonda no le habría
salido a un poeta que se hubiera puesto a crear una letra que
un día recogiese con tal fuerza los sentimientos de la
Cristiandad ante la vida y la muerte de un Papa. Interpretadas
al órgano catedralicio por Enrique Ayarra, las Sevillanas del
Adiós son la Misa de Réquiem que le ha escrito a Juan Pablo II
el Mozart de una Sevilla agradecida por sus dos visitas. En su
grandeza, los poetas se anteponen a los tiempos, adivinan los
sentimientos, hacen suya la voz de todos. Con esas sevillanas
con que lo despedimos por dos veces le decimos ahora para
siempre adiós a un Papa cuya agonía hemos visto poco menos que
televisada en directo, como un Cristo de la Expiración por el
puente de la vida. Muerto el Papa, vuelvo a leerlas, con las
palmas a la funerala y los tamboriles rocieros destemplados en
señal de luto, y cada cuarteta parece escrita para este largo
adiós de Juan Pablo II. Es como si el poeta, en 1975, hubiera
adivinado las rimas populares de los gritos de las visitas del
Papa a Sevilla («Juan Pablo II, te quiere todo el mundo»),
cuando escribió: «Ese vacío que deja / el amigo que se va / es
como un pozo sin fondo / que no se vuelve a llenar». Y evoco
aquella mañana del altar barroco de Los Remedios, o aquel
balcón de esquina en la ermita del Rocío cuyo barandal aún
tiene el calor de sus manos: «Algo se muere en el alma, /
cuando un amigo se va / y va dejando una huella / que no se
puede borrar. / No te vayas todavía, / no te vayas por favor,
/ no te vayas todavía, / que hasta la guitarra mía / llora
cuando dice adiós.»
Esa guitarra es hoy el tañido de una Giralda a cuyo
balconcillo se asomó en 1993, reescribiendo los latines que el
canónigo Pacheco redactó para su estela de la cara de
Placentines: «En esta torre mandaron poner el coloso de la Fe
vencedora, noble a las regiones del cielo». El nuevo coloso de
la Fe vencedora, vencedora en su Polonia contra el comunismo,
heraldo de la paz y de la justicia en un mundo nuevo, era
aquel Papa que una mañana de beatificación de Sor Angela de la
Cruz se había emocionado con esta copla y había llegado a
aprenderla y a cantarla, en su más pentecostal que babélico
universal don de lenguas. Si impresionados quedamos todos
aquellas mañanas de 1982 y 1993, cuando la ciudad de Miguel
del Cid cantaba por sevillanas a un Papa, ahora se nos pone un
nudo en el alma cuando recordamos aquella impresionante imagen
de Juan Pablo II, coloso de la Fe, en un balconcillo de la
Giralda. El símbolo del Giraldillo, la Fe vencedora, se hizo
carne y habitó por dos veces entre nosotros. Algo se le ha
muerto en el alma a Sevilla, porque un amigo, el Papa amigo de
Sor Angela, se ha ido para siempre.
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