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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


¿Y esto de aplaudir a los muertos?

CON una solemnidad de moaré de seda, monseñor Leonardo Sandri lo anunció a las famosas 21,37. Señalado el reloj de la Historia en el hoyo de las agujas de esa hora, no hay que añadir qué anunció, ni qué día, ni dónde. ¿Y qué hizo la gente que aguardaba la noticia en la tristeza de la plaza de San Pedro? ¿Llorar? ¿Arrodillarse? ¿Romperse las camisas de dolor acaso? No. ¡Ponerse a aplaudir! No un aplauso tenue, elegante, medido, como los de la Reina Doña Sofía, que toca las palmas en alemán. Aplaudían como los locos. Aplauso de romperse las manos. Una fuerte ovación, matizaría un revistero taurino, máximo especialista en la escala de entusiasmos en las palmas. Se había muerto el Papa, el Vaticano lo anunciaba oficialmente y las palmas echaban humo. ¿Aplaudían a la muerte o aplaudían a morir? ¿O a la vida de un verdadero santo, repartidor de la telepizza de la Fe, la Moral y la Justicia, que visitó a domicilio a media Cristiandad y parte de la otra media? De los Papas que para ganar tenían que jugar en el Vaticano como equipo local pasamos a este peregrino Juan Pablo II que marcaba goleadas de masas como equipo visitante, jugando la Championlí de los Papas. A las 21,37 famosas era como si el público de la plaza de San Pedro viese que caía el telón, terminada la representación de una vida de santidad. Por eso quizá se pusieron a aplaudir entusiasmados. Una voz gritó: «¡Aleluya! ¡Resucitará!».

Tampoco es para ponerse así. Una cosa es creer en la resurrección de la carne y otra es guardar tan poco respeto a la muerte como se le tiene últimamente, con tanto aplauso. Esta moda de tocar las palmas a todo ataúd que se nos ponga por delante. Creía que era sólo una costumbre española. Nuestros aplausos de rabia cuando desde un cuartel de la Guardia Civil salía una caja mortuoria en la que una bandera de España cubría el cuerpo de un servidor de la libertad asesinado por la ETA. Creía que eran los aplausos de la eterna España del casticismo donde, como en el romance de la Reina Mercedes, se siguen contando por miles los claveles que le echan al ataúd de las artistas de cine, de los cantantes, de las actrices de teatro, de los toreros, de los famosos, de los populares. No era tal. Tratábase de la globalización del aplauso extemporáneo ante la muerte. Quizá de la trivialización de la propia idea de la muerte. Y se volvió a ver la copla folklórica de la ovación en el solemnísimo traslado del cuerpo de Juan Pablo II desde la Sala Clementina al salomónico baldaquino de Bernini. Por el interior de los palacios apostólicos llevaba Juan Pablo II la música callada del silencio, en un bisbiseo de latines y gorigoris. Mas en cuanto salió la comitiva a la plaza, no parecía la de San Pedro, sino Las Ventas o El Arenal, ¡qué ovación! Y la puerta por la que sacaban al Papa magno con los pies de los humildes zapatos con medias suelas echadas por delante, poco menos que la Puerta del Príncipe. ¡Qué ovación más extemporánea, descerrajando la perfecta solemnidad barroca del rito!

Y lo que nos queda por escuchar en materia de palmas y ovaciones, en esta chocante e irreverente moda de aplaudir ataúdes. Hacia Roma caminan tantos peregrinitos españoles que temo que en la ceremonia exequial del viernes no sólo toquen irrespetuosamente las palmas de reglamento en el nuevo folklore funerario, sino que saquen los pañuelos y le griten: «¡Torero, torero!». Sí, ya sé que este Papa santo le cortó las dos orejas y el rabo al comunismo, en aquella faena que cuajó en Polonia, y que le hizo el salto de la garrocha de las libertades al muro de Berlín. Pero, hombre, de ahí a pegarle estas ovaciones...

-Pues mejor las palmas a Juan Pablo II muerto que lo que le pasó a Pío XII, que ya ve usted lo que dice la crónica de la Historia: «El Papa Pacelli, faena aseada, silencio en ambos...»


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