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CON
una solemnidad de moaré de seda, monseñor Leonardo Sandri lo
anunció a las famosas 21,37. Señalado el reloj de la Historia
en el hoyo de las agujas de esa hora, no hay que añadir qué
anunció, ni qué día, ni dónde. ¿Y qué hizo la gente que
aguardaba la noticia en la tristeza de la plaza de San Pedro?
¿Llorar? ¿Arrodillarse? ¿Romperse las camisas de dolor acaso?
No. ¡Ponerse a aplaudir! No un aplauso tenue, elegante,
medido, como los de la Reina Doña Sofía, que toca las palmas
en alemán. Aplaudían como los locos. Aplauso de romperse las
manos. Una fuerte ovación, matizaría un revistero taurino,
máximo especialista en la escala de entusiasmos en las palmas.
Se había muerto el Papa, el Vaticano lo anunciaba oficialmente
y las palmas echaban humo. ¿Aplaudían a la muerte o aplaudían
a morir? ¿O a la vida de un verdadero santo, repartidor de la
telepizza de la Fe, la Moral y la Justicia, que visitó a
domicilio a media Cristiandad y parte de la otra media? De los
Papas que para ganar tenían que jugar en el Vaticano como
equipo local pasamos a este peregrino Juan Pablo II que
marcaba goleadas de masas como equipo visitante, jugando la
Championlí de los Papas. A las 21,37 famosas era como si el
público de la plaza de San Pedro viese que caía el telón,
terminada la representación de una vida de santidad. Por eso
quizá se pusieron a aplaudir entusiasmados. Una voz gritó:
«¡Aleluya! ¡Resucitará!».
Tampoco es para ponerse así. Una cosa es creer en la
resurrección de la carne y otra es guardar tan poco respeto a
la muerte como se le tiene últimamente, con tanto aplauso.
Esta moda de tocar las palmas a todo ataúd que se nos ponga
por delante. Creía que era sólo una costumbre española.
Nuestros aplausos de rabia cuando desde un cuartel de la
Guardia Civil salía una caja mortuoria en la que una bandera
de España cubría el cuerpo de un servidor de la libertad
asesinado por la ETA. Creía que eran los aplausos de la eterna
España del casticismo donde, como en el romance de la Reina
Mercedes, se siguen contando por miles los claveles que le
echan al ataúd de las artistas de cine, de los cantantes, de
las actrices de teatro, de los toreros, de los famosos, de los
populares. No era tal. Tratábase de la globalización del
aplauso extemporáneo ante la muerte. Quizá de la
trivialización de la propia idea de la muerte. Y se volvió a
ver la copla folklórica de la ovación en el solemnísimo
traslado del cuerpo de Juan Pablo II desde la Sala Clementina
al salomónico baldaquino de Bernini. Por el interior de los
palacios apostólicos llevaba Juan Pablo II la música callada
del silencio, en un bisbiseo de latines y gorigoris. Mas en
cuanto salió la comitiva a la plaza, no parecía la de San
Pedro, sino Las Ventas o El Arenal, ¡qué ovación! Y la puerta
por la que sacaban al Papa magno con los pies de los humildes
zapatos con medias suelas echadas por delante, poco menos que
la Puerta del Príncipe. ¡Qué ovación más extemporánea,
descerrajando la perfecta solemnidad barroca del rito!
Y lo que nos queda por escuchar en materia de palmas y
ovaciones, en esta chocante e irreverente moda de aplaudir
ataúdes. Hacia Roma caminan tantos peregrinitos españoles que
temo que en la ceremonia exequial del viernes no sólo toquen
irrespetuosamente las palmas de reglamento en el nuevo
folklore funerario, sino que saquen los pañuelos y le griten:
«¡Torero, torero!». Sí, ya sé que este Papa santo le cortó las
dos orejas y el rabo al comunismo, en aquella faena que cuajó
en Polonia, y que le hizo el salto de la garrocha de las
libertades al muro de Berlín. Pero, hombre, de ahí a pegarle
estas ovaciones...
-Pues mejor las palmas a Juan Pablo II muerto que lo que le
pasó a Pío XII, que ya ve usted lo que dice la crónica de la
Historia: «El Papa Pacelli, faena aseada, silencio en
ambos...»
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