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ESTÁ
arriba, como un reloj de sol para medir siglos de Cristiandad,
la cúpula de San Pedro. Hay dos columnas corintias de un
mármol gris y frío como la mañana funeral. Entre ellas, un
dosel de terciopelo rojo que abre en sus cortinajes a la
lejana penumbra de un interior basilical. Un tapiz proclama la
Resurrección. Y al pie de esas dos columnas, bajo ese dosel,
bajo el hilado retablo del Resucitado, dos macetones con dos
quencias. No cipreses de Roma, no mirto, no acanto como el que
se hace voluta de mármol en los capiteles de esta solemnidad
de columnata y plaza, de urbe imperial y orbe católico,
hablada en latín, que es la lengua materna de Dios.
Son dos queridas, cercanas, familiares quencias. Había unas
quencias así en el patio de sombras y cánticos de aquel
colegio del catecismo de Ripalda: ¿sois cristianos?, sí, por
la gracia de Nuestro Señor Jesucristo. Las quencias de la
Plaza de San Pedro, en esta mañana funeral, tienen algo de
patio de columnas del viejo colegio, junto a la capilla de
estos mismos velos negros, estos mismos silencios de
postrimerías. Este Papa al que ahora enterramos, que ahora
pasa con los pies por delante en una caja de ciprés, conocía
esas quencias. Sus hojas, como manos abiertas, traen ahora el
recuerdo de sus viajes, convertidas las sandalias del pescador
en botas de siete leguas de viejo montañero de los Ocho Mil de
la Verdad, de la Fe, de la Moral, de la Justicia. Juan Pablo
II vio esas quencias en Sevilla. Quizá estas mismas dos
quencias. Quizá las han mandado las Hermanas de la Cruz desde
aquella casa de la calle Alcázares donde nació Fernando
Villalón, que luego Sor Ángela de la Cruz convirtió en
celestiales islas del Guadalquivir donde se fueron las monjas
que al cielo quisieron ir. ¿O han venido esas dos quencias
desde de La Habana, desde la plaza de la Catedral, desde el
patio de aquel palacio virreinal con apeadero de adoquines de
caoba? ¿Serán de Santiago estas quencias, tierra soberana
donde el Papa predicó el son de la libertad? ¿Serán del Viejo
San Juan, quencias de horizontes de coquí, de esquinas con
cañones de bronces y cuestas de bruñidos adoquines, azules
como la mar? ¿O serán dos quencias de Ciudad del Cabo,
hermanas de la jacaranda, del flamboyán, del árbol de la
fiebre? ¿O son de un Brasil de favela y liberación? Esas dos
quencias son ahora el símbolo de todas las tierras del mundo
que Juan Pablo II recorrió, desde esta solemnidad exequial de
mármol y gregoriano.
Doce sediarios lo sacaron por entre las dos quencias que movía
el viento. Una caja de ciprés. Yo conozco esa madera. Es un
ataúd que tiene sus raíces en la tierra y apunta al cielo de
la santidad. Como el ciprés de Silos. Dejan ahora esa caja en
el suelo. Ya están, a solas, el Papa y el viento. El viento
que mueve estas quencias revuelve ahora todos los colores de
la Plaza de San Pedro. La mantilla negra de la peina baja de
la Reina de España. El rojo de las púrpuras cardenalicias. El
morado episcopal. El blanco de roquetes presbiteriales. Las
azules, blancas, tocas monjiles. El rojo y el blanco de las
banderas polacas. Los penachos de los guardias suizos. Las
capas de los patriarcas ortodoxos. Viento de la Cristiandad,
viento de la verdad. Los cuatro vientos por los que el Papa
peregrino predicó la Verdad han guardado también muchos días
de cola y están ahora en la Plaza de San Pedro. Si el tiempo
también pinta, el viento también reza. Reza el viento en esta
mañana de San Pedro, con el silencio del homenaje, agitando
púrpuras, dorados, negros, grises de los aplausos y la
impaciencia: «Santo subito».
El viento es el caballo sin jinete que marcha tras su señor en
la hora del entierro. El Papa, jinete de los cuatro vientos,
recorrió los cuatro puntos cardinales y los cuatro elementos
de la tierra para dar testimonio del Evangelio. Cuando
entierran a los reyes, marchan sus caballos sin jinete tras un
armón de artillería, con gualdrapa negra. Ahora que está en
esta caja de ciprés de Silos el rey de la Cristiandad, aquí
viene su caballo, con la gualdrapa de luto del cielo de
pizarra. Es el viento. Sobre la caja de ciprés han colocado un
libro. El Libro por antonomasia. Abierto. Así hablaba el Papa,
como este libro abierto. El Papa era este libro de la Verdad,
ahora abierto sobre la madera de ciprés de su caja. Y su
jinete, el viento, pasa las hojas de ese libro. ¿Está el
viento agitando las hojas del Evangelio o está pasando las
páginas de la vida de un santo? Quizá sea el libro de la vida
de Juan Pablo II. Porque ahora, sin saber cómo, ojeadas todas
sus hojas, el viento ha cerrado ese libro. Queda sobre la caja
un libro cerrado por el viento. Cerrado por el caballo del
jinete de la verdad.
Y ahora el viento agita otra vez las dos quencias, cuando de
nuevo los doce sediarios han tomado en hombros el ataúd,
cuando ya han pasado los cuatro elementos: el aire que cerró
el libro; el agua que roció la caja; el fuego que trasminó de
incienso de bendición esta tierra en la que hunden sus raíces
las dos quencias antillanas, las dos quencias andaluzas, las
dos quencias africanas, las dos quencias. Por entre ellas se
llevan al Papa que vio la quencia del convento de Sor Ángela,
que vio la quencia del palacio de los gobernadores de La
Habana, que vio la quencia de los derechos humanos pisoteados
en Ciudad del Cabo. Ya sé qué habré de poner cuando pida la
mediación de Papa que todo el mundo en general, a voces,
proclama santo cuando aplauden su caja de ciprés. Le pondré el
recuerdo del viento de la verdad y de la libertad agitando las
hojas de la hermosura de tristeza antigua de una quencia.
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