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LO
descubrí gracias a un cernudiano, liberal escritor de
periódicos. En su glosa a la figura humana de Benedicto XVI,
Carlos Colón decía en su artículo diario: «Hacía años que este
anciano de conocida vocación intelectual, frugalidad, modestia
y carencia de ambiciones personales deseaba retirarse a su
Baviera natal con sus libros, su música y sus gatos». Sí, sus
gatos. No un solo gato como el que esperaba a Serrat en los
alambres del patio a la salida del colegio, sino todos los
gatos de la felina Roma: los gatos del Capitolio, los gatos de
Largo Argentina, los gatos del Foro, los albertianos gatos del
Trastevere. Desde el rigor, Colón daba bolilla a la demagogia
del rotweiler, cuya carlanca han colocado a un Papa al que
presentan como agresivo mastín de majada más que apacible
pastor de almas. Imagen bastante ramplona: rotweiler le decía
Lady Di a Camila Parker.
He intentado sin éxito documentarme sobre los gatos de
Benedicto XVI. ¿Cuántos son, cómo se llaman? ¿Dóciles gatos
caseros de pelo largo, desvalidos callejeros acaso, recogidos
como en una reescritura con michus de la parábola del buen
samaritano? Poco he hallado sobre el «Animal Farm» de la
realidad, en que el rotweiler falso es un gato verdadero. He
encontrado un relato hermosísimo de cuando el Papa iba andando
desde su casa en una plazoleta del Borgo hasta el Vaticano:
«El cardenal Ratzinger acostumbraba a ir al trabajo con la
sotana negra y la boina también negra que le tapaba las canas,
por lo que pocos le reconocían. Saludaba a Islam, vendedor
ambulante del Bangladesh; deseaba buenos días a dos cardenales
vecinos suyos, y hasta hablaba con los gatos callejeros.» El
Papa que hablaba con los gatos. Con la libertad. La mejor
estatua de la Libertad no está en Nueva York: es cada uno de
los libres, orondos, venerados gatos callejeros de Roma. El
Papa hablaba con los gatos porque dialogaba con la libertad.
No puede haber maldad ni autoritarismo en quien ama a los
animales, en quien, como reconoció Juan Pablo II, sabe que
algún tipo de alma tiene una criatura de Dios capaz de sufrir
y de alegrarse.
Los gatos de Roma, bastante más libres que cuantos repiten la
demagogia del rotweiler, conocían a Benedicto XVI. Lo seguían
desde el Borgo. Cuentan los alabarderos de la Guardia Suiza
que el cardenal llegó una mañana a las puertas del Vaticano
con diez gatos siguiéndole. Bromearon:
- ¡Atención, Eminencia, que los gatos atacan a la Santa Sede!
No son precisamente los armónicos, relajantes, apacibles,
libres, independientes gatos los que atacan a la Santa Sede,
sino los que sacan a pasear la demagogia del rotweiler. El
Papa se sentirá doblemente compañero de sus gatos: sufre sus
mismas calumnias de ariscos, de odiosos. Los gatos llevan
siglos sobreviviendo a su mala fama. Este Papa que pidió
perdón por los errores históricos del Vaticano quizá presente
excusas a sus queridos gatos porque la Iglesia los hiciera en
la Edad Media agentes del demonio y de las brujas. Benedicto
XVI no sólo es escritor, sino escritor con gatos, como
Hemingway, como María Zambrano. Espero que Juan Manuel de
Prada y Juan Vicente Boo lo cuenten mañana. Espero que igual
que vimos al perro Odin pasando protocolariamente por delante
de todos en el entierro de Rainiero III, admiremos hoy a los
gatos de Benedicto XVI cuando sean solemnemente entronizados
en el Vaticano. ¿Cuántos son, cómo se llaman los gatos de
Benedicto XVI? Ningún cardenal recorrerá las estancias
vaticanas con mayor solemnidad que ellos con su peluda,
elegante armonía. En cuanto a lo que se puede esperar de un
Papa con gato, piénsese que los del Benedicto XVI no serán los
primeros gatos pontificios. León XIII llevó a San Pedro a su
gato Micetto, que hasta le acompañaba en las audiencias,
jugueteando bajo su sotana. Gracias al ejemplo de libertad de
su gato Micetto pudo luego promulgar la «Rerum novarum» con la
justicia social como bandera.
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