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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El Papa de la mano abierta

DON Manuel era un cura de pueblo que vivió de cerca, de seminarista a misacantano, los cambios del Concilio Vaticano II. Desde aquel pueblecito de la Vega fue destinado a la ciudad como coadjutor de una parroquia del centro. Lo encargaron de un hermoso templo barroco, de dorados retablos, blancas yeseras y columnas de mármol rojizo que la feligresía tenía como ayuda de parroquia. Ejerció allí su ministerio con dedicación y acierto, confesando monjas, ayudando y socorriendo a los más desfavorecidos de la collación mediante un bandolerismo a lo divino que se montó: pegaba unos sablazos bastante importantes a los ricos del barrio para atender a los desheredados que vivían en los corrales de vecinos. Llegada que fue la fama de buen cura de Don Manuel al señor obispo, lo nombró pronto párroco de un gran barrio floreciente, en la zona de expansión de la ciudad. Parroquia con un gran templo de arquitectura contemporánea, entre hangar de aviación y estación de autobuses. Felicité a Don Manuel por su nombramiento como párroco, y entonces fue cuando me contó sus dudas:

-Mira, cuando yo estaba de coadjutor en aquella ayuda de parroquia, llegaba por la mañana a la iglesia, metía la llave en la cerradura, abría la puerta, y al contemplar aquel esplendor de dorados y retablos, y la lamparilla del Santísimo en la penumbra de la hermosura, tenía la completa certeza de que allí estaba Dios. Pero ahora, hijo, llego a esta parroquia tan moderna, abro la puerta, veo esas vidrieras horrendas y ese altar imposible con un Cristo colgado del techo con unos cables de acero, y tengo que hacer grandes esfuerzos para creer que Dios está allí.

Sé que Don Manuel era ayer en la Plaza de San Pedro uno de esos puntitos blancos del alba de los curas, en un cuadrado de la muchedumbre, desde la toma televisiva aérea. Estuvo en el entierro de Juan Pablo II y ha vuelto a Roma para la imposición del palio y la entrega del anillo del pescador a Benedicto XVI. Y contra lo que le ocurre cada mañana al abrir su parroquia, Don Manuel no habrá tenido que hacer el menor esfuerzo para creer que en la Plaza de San Pedro estaba Dios y que Benedicto XVI es el sucesor de Simón. En el esplendor de la liturgia. En la proclamación de las viejas verdades del Barquero que sacó en sus redes los 153 peces de la homilía del Papa. En la solemnidad del latín en la oración que lleva el copyright del mismo Jesucristo. En la pentecostal multiplicación de lenguas en ofrendas y oraciones. En aquel mismo viento del entierro de Juan Pablo II, el que agitaba las quencias, que era este aire de serenidad de un Papa que anuncia que no tiene más programa que seguir la voluntad de Dios.

Era «libre, bella y grande» la vida bajo la abierta luz de la plaza de San Pedro. Proclamada por la abierta mano de Benedicto XVI. Don Manuel, el cura de los grandes esfuerzos para encontrar a Dios en la arquitectura contemporánea frente a las facilidades que dan el barroco y el latín, se fijó en la mano del Papa cuando bendecía. Ni en el altar primero ni en el blanco todoterreno del Papa después llevaba Benedicto XVI juntos los dedos de su mano derecha cuando impartía la bendición. ¿Y sabrá de bendiciones quien se ha puesto Benedicto de nombre? Don Manuel se fijó que el Papa bendecía con la mano abierta, dejando pasar entre sus dedos la abierta luz de la plaza de San Pedro. La abierta luz de la Verdad. Repitió las palabras de Juan Pablo II: «Abrid de par en par las puertas a Cristo y encontraréis la verdadera vida». Don Manuel el cura, que tanto sabe de abrir puertas parroquiales para encontrar a Cristo, comprobó que la mano de Benedicto XVI bendiciendo, la abierta mano del Papa, era como una puerta abierta de par en par al convencimiento de que allí estaba Dios. Una mano abierta que nos da la certeza de encontrar a Dios en «la libertad del hombre, en su dignidad, en la edificación de una sociedad justa».




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