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DON
Manuel era un cura de pueblo que vivió de cerca, de
seminarista a misacantano, los cambios del Concilio Vaticano
II. Desde aquel pueblecito de la Vega fue destinado a la
ciudad como coadjutor de una parroquia del centro. Lo
encargaron de un hermoso templo barroco, de dorados retablos,
blancas yeseras y columnas de mármol rojizo que la feligresía
tenía como ayuda de parroquia. Ejerció allí su ministerio con
dedicación y acierto, confesando monjas, ayudando y
socorriendo a los más desfavorecidos de la collación mediante
un bandolerismo a lo divino que se montó: pegaba unos sablazos
bastante importantes a los ricos del barrio para atender a los
desheredados que vivían en los corrales de vecinos. Llegada
que fue la fama de buen cura de Don Manuel al señor obispo, lo
nombró pronto párroco de un gran barrio floreciente, en la
zona de expansión de la ciudad. Parroquia con un gran templo
de arquitectura contemporánea, entre hangar de aviación y
estación de autobuses. Felicité a Don Manuel por su
nombramiento como párroco, y entonces fue cuando me contó sus
dudas:
-Mira, cuando yo estaba de coadjutor en aquella ayuda de
parroquia, llegaba por la mañana a la iglesia, metía la llave
en la cerradura, abría la puerta, y al contemplar aquel
esplendor de dorados y retablos, y la lamparilla del Santísimo
en la penumbra de la hermosura, tenía la completa certeza de
que allí estaba Dios. Pero ahora, hijo, llego a esta parroquia
tan moderna, abro la puerta, veo esas vidrieras horrendas y
ese altar imposible con un Cristo colgado del techo con unos
cables de acero, y tengo que hacer grandes esfuerzos para
creer que Dios está allí.
Sé que Don Manuel era ayer en la Plaza de San Pedro uno de
esos puntitos blancos del alba de los curas, en un cuadrado de
la muchedumbre, desde la toma televisiva aérea. Estuvo en el
entierro de Juan Pablo II y ha vuelto a Roma para la
imposición del palio y la entrega del anillo del pescador a
Benedicto XVI. Y contra lo que le ocurre cada mañana al abrir
su parroquia, Don Manuel no habrá tenido que hacer el menor
esfuerzo para creer que en la Plaza de San Pedro estaba Dios y
que Benedicto XVI es el sucesor de Simón. En el esplendor de
la liturgia. En la proclamación de las viejas verdades del
Barquero que sacó en sus redes los 153 peces de la homilía del
Papa. En la solemnidad del latín en la oración que lleva el
copyright del mismo Jesucristo. En la pentecostal
multiplicación de lenguas en ofrendas y oraciones. En aquel
mismo viento del entierro de Juan Pablo II, el que agitaba las
quencias, que era este aire de serenidad de un Papa que
anuncia que no tiene más programa que seguir la voluntad de
Dios.
Era «libre, bella y grande» la vida bajo la abierta luz de la
plaza de San Pedro. Proclamada por la abierta mano de
Benedicto XVI. Don Manuel, el cura de los grandes esfuerzos
para encontrar a Dios en la arquitectura contemporánea frente
a las facilidades que dan el barroco y el latín, se fijó en la
mano del Papa cuando bendecía. Ni en el altar primero ni en el
blanco todoterreno del Papa después llevaba Benedicto XVI
juntos los dedos de su mano derecha cuando impartía la
bendición. ¿Y sabrá de bendiciones quien se ha puesto
Benedicto de nombre? Don Manuel se fijó que el Papa bendecía
con la mano abierta, dejando pasar entre sus dedos la abierta
luz de la plaza de San Pedro. La abierta luz de la Verdad.
Repitió las palabras de Juan Pablo II: «Abrid de par en par
las puertas a Cristo y encontraréis la verdadera vida». Don
Manuel el cura, que tanto sabe de abrir puertas parroquiales
para encontrar a Cristo, comprobó que la mano de Benedicto XVI
bendiciendo, la abierta mano del Papa, era como una puerta
abierta de par en par al convencimiento de que allí estaba
Dios. Una mano abierta que nos da la certeza de encontrar a
Dios en «la libertad del hombre, en su dignidad, en la
edificación de una sociedad justa».
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