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Por
bastante menos que esto, Valle Inclán escribió su saga de las
guerras carlistas y la expedición del general Cabrera llegó
hasta Utrera, a comprar mostachones para Don Carlos María
Isidro, que al Rey Legítimo le gustaban tela. Esto del
legitimismo lo da España. Es algo tan nuestro como la paella,
el gazpacho, las patatas bravas o el bocadillo de calamares.
Cuanto más marchamos todos juntos por la senda constitucional
del siglo XXI, más nos adentramos en el irredento siglo XIX.
Los problemas de Cataluña y de las Vascongadas son recuelos
recurrentes de problemas irredentos del siglo XIX. Donde hay
un problema de separatismo hoy en día hubo en el siglo XIX
unos tíos con una boina colorada y una barba a lo
Zumalacárregui, que, bien comulgadicos y bien confesadicos,
como decía Rafael García Serrano, le aventaban cuatro tiros a
todo liberal que no gritara «Dios, Patria, Fueros y Rey».
Los legitimistas a la violeta han aplicado el actual sunami
del igualitarismo a algo tan decimonónico como el debate de la
sucesión al Trono. De milagro se ha salvado Benedicto XVI,
porque a estos legitimistas, a estos fundamentalistas de la
democracia, a estos talibanes del igualitarismo, no se les ha
ocurrido decir que hubiera sido mucho más democrático que al
Papa lo eligiesen las comunidades cristianas de base en vez
del colegio cardenalicio. En el fondo, la polémica gratuita,
tonta y peligrosa sobre el futuro del Trono es tan absurda
como el debate sobre el pretendido integrismo de Benedicto XVI.
Están preocupadísimos por el Papa los que no creen en Dios ni
en su Iglesia. Están preocupadísimos por la sucesión al Trono
los que quieren serrarle las cuatro patas y traer la
República.
Si mi abuela tuviera dos ruedas, un sillín y un manillar, no
sería mi abuela, sino una bicicleta. Los legitimistas del
igualitarismo quieren ponerle dos ruedas, un sillín y un
manillar a la Monarquía. Que les importa un bledo, como no sea
para derribarla. Quieren cambiar la Constitución en materia de
primacía del varón en la sucesión al Trono y no sé por qué se
quedan ahí. Ya puestos, ¿no sería más «democrática» una
Monarquía electiva, en vez de hereditaria? Sostienen que una
mujer en el Trono es más «democrática». ¿Por qué? Puestos a no
discriminar, no hay que discriminar por nada. Por nada, nadita
del mundo. Supongamos que la Princesa de Asturias tiene
primero una niña y después un niño. ¿Por qué ese niño ha de
ser discriminado por razón de edad? ¿Por qué la primacía en el
tiempo del nacimiento ha de prevalecer, si ya todo es igual,
todo da igual, todos somos iguales? Ese segundo hijo de los
Príncipes de Asturias será discriminado evidentemente por
razón de edad, y la Constitución lo pone bien clarito: nadie
podrá ser discriminado por sexo, por religión, por edad ni por
nada del mundo.
Voy, pues, más lejos que nadie: a legitimista igualitario no
hay quien me gane. Ni para el primero que nazca, ni para la
mujer, ni para el hombre: aleluya, el que la coja es suya. El
Trono ha de ser para el que le toque, en igualitario sorteo
entre hermanos. A la muerte del futuro Rey Don Felipe VI,
reúnanse sus herederos, los hijos de Doña Letizia, y juéguense
entre ellos el Trono. Por el número del cupón o a los chinos,
me da igual, pero por sorteo. Entonces sí que será lo más
igualitario y democrático: nadie será discriminado ni por edad
ni por sexo. Y al que le toque, le tocó. Mientras tanto,
apliquemos el mismo criterio igualitario en la sucesión al
Trono a la actual generación. Reúnanse Don Felipe, Doña Elena
y Doña Cristina. Tomen una baraja de naipes españoles. Saque
cada uno una carta. Y proclamemos igualitaria y
democratiquísimamente Heredero o Heredera de la Corona, sin
discriminación que valga, al que en ese pedazo de baraja de
don Heraclio Fournier saque la carta más alta.
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