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Las
canciones del verano las carga el diablo. Georgie Dann canta
«La barbacoa» en las radios de los embotellamientos de los
coches de la Operación Salida y los boletines informativos la
traducen al humo y la ceniza en el Alto Tajo: once muertos. Si
12.000 hectáreas quemadas son 17.000 estadios, once muertos,
ay, un equipo de fútbol. Que desmiente la frase hecha: «Tienes
cosas de bombero». Las cosas de bomberos suelen ser las que no
se valoran: dar la vida por los demás, jugársela en las
catástrofes, salvar supervivientes de los escombros, las
llamas, las aguas desbordadas.
Si no hubiera once muertos y nos pudiéramos poner la sonrisa
de sesión continua de ZP diría que de todo esto tiene la culpa
la demagogia sobre la estética hortera de la barbacoa. El
topicazo de lo urbano: cultura urbana, leyenda urbana, rock
urbano. Cuanta menos urbanidad hay es todo más urbano. Al
campo lo estamos haciendo urbano. Las parcelitas urbanizan el
atardecer con chandal y manguera. Hacer el campo urbano es
quitarle las hormigas a la tortilla de la gira («tortilla del
Estado» dicen que llaman a la tortilla española en las
tabernas separatistas). Hay que dar todas las facilidades de
la ciudad a quien echa un día de campo. Usted quiere ir al
campo, ¿no? ¡Pues pínchese con las ortigas, rásquese de las
picaduras de insectos, coja una insolación! Pero no. Queremos
que el campo sea lo más parecido a la salita de casa.
Los gobiernos lo saben, y las autonomías y los ayuntamientos
hacen demagogia barata y populista con el campo. Consiste en
declararlo espacio protegido y luego disponer para los de la
ciudad un campo sin incomodidades agropecuarias. Poner puertas
al campo con cargo a los presupuestos. Con fondos europeos,
claro. Europa es la gran cómplice. Derrochan los fondos
europeos para que el votante urbano, cuando va de gira, se
sienta lo menos en el campo posible. Llenan el campo de
«mobiliario urbano»: bancos, mesas, aparcamientos. De
merenderos cursis, con bancos como los de Los Picapiedra. Se
han gastado millonadas en hacer caminos de madera por sierras
y marismas. Y todo con muchos cartelitos esdrújulos: lúdicos y
didácticos. Y con un ejército de burócratas encargándose de
que los votantes urbanos estén encantados cuando van al campo
y menos moqueta en el suelo, encuentren de todo... lo que no
tiene nada que ver con el campo.
La desgracia de Guadalajara ha ocurrido por esto. En la
cultura del pic-nic. pusieron el merendero de modo que
pareciera de todo, menos campo. ¿Una barbacoa, dice usted? Una
única barbacoa da pocos votos. Pongamos una buena batería de
barbacoas, con sus hierros, sus piedras: que no falte de nada,
que eso da votos. Y el excursionista que llega y ve que allí
hay una batería de barbacoas, supone que es para encenderlas.
No, no hicieron peligrosamente una candelada en medio del
campo. Encendieron el fuego en el sitio demagógicamente
dispuesto para las barbacoas de los votantes. Sobre lo que se
añadió otra desgracia hispánica: el enterado. El presunto
causante de la catástrofe es un peligroso ejemplar de una
especie abundosa: el ecologista urbano que sin tener idea se
cree el Capitán Tapioca y Rodríguez de la Fuente en una sola
pieza. Ha visto dos vídeos de National Geographic con un
lagarto comiéndose una cucaracha muerta, ha votado una vez a
Los Verdes y se cree ecologista consumado. El ecologista suele
pronunciar el españolísimo «no sabe usted con quién está
hablando» cuando alguien lo pone en su sitio. Así el de la
barbacoa trágica, cuando el conocedor le dijo que hoy no es el
día de la bulería: «Yo sé lo que hago». Los que no saben lo
que hacen son los burócratas que con tal de buscar votos han
convertido el campo en un inmenso espacio protegido lleno de
merenderos donde tiran el dinero que da Europa y después pasa
lo que pasa. Mejor que prohibir ahora las barbacoas hubiera
sido no haber llenado antes demagógicamente el campo de ellas.
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