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No
tenían que sonar panderetas. Sabía que llegaban las Pascuas
porque, exacto, ritual, como quien pide la venia en La
Campana, llegaba a casa el aprendiz de su confitería con la
tortera y la fuente de polvorones sevillanos. Me los mandaba
el maestro pastelero don Luis Ochoa Jiménez, señor de
Sevilla, teniente de hermano mayor de la Real Maestranza del
Comercio de la Calle Sierpes, que cumplía, quizá más consigo
mismo que conmigo, el rito de todos los años. Cuando sobre
la mesa estaba el redondel del albero de azúcar y canela de
aquella tortera, con su naranja endulzada encampanada en el
platillo, sabía que los polvorones podían ya hacer el
paseíllo de la Navidad.
Y luego, cuando era ya cierta la luz de los días más largos
y esperados, no tenía ver parihuelas de ensayos. Sabía que
era llegada la Cuaresma porque ceromonial, solemne, como el
asistente que rinde la ronda en la Catedral con la ciudad
sosegada y en calma, llegaba a casa cada Miércoles de Ceniza
el aprendiz de la confitería, con la fuente de torrijas,
marea alta de almíbar, Caleta de amorosos panes casi
eucarísticos, empapochados en azúcar y miel. Las segundas
mejores torrijas de Sevilla. Y digo segundas porque en
torrijas y en gazpacho, nunca hay duda: como nuestra madre,
naide. Y después de naide, don Luis Ochoa Jiménez con sus
torrijas que merecían títulos casi cofradieros: humildes,
ilustres, antiguas, fervorosas.
No sé cómo voy a saber este año que en el cielo se alquilan
balcones para un casamiento que se va a hacer. No sé cómo
voy a saber este año que es llegado el tiempo del gozo. Ya
no recibiré más esos almanaques de azúcar en forma de
torteras, de polvorones, de torrijas. La canelita de la
tortera y la azuquita molida de los polvorones ya no será
más la arena del exacto reloj de las Pascuas. El almíbar de
las torrijas ya no será más dulce líquido de la clepsidra
cofradiera que me diga lo poquito que falta para el primer
nazareno del Domingo de Ramos. Aquel señor de los obradores,
aquel caballero de los mostradores de cármenes y huevo
hilado, el Maestro Ochoa, se me ha muerto. Se le ha muerto a
Sevilla un mantenedor de sus tradiciones en la calle
Sierpes. Don Luis Ochoa era mucho de la hermandad de Las
Siete Palabras. Hubo un tiempo en que la hermandad era él,
su bolsillo, su devoción, sus desvelos. Sevillano serio y
seco quizá, por fuera la apariencia adusta del nazareno de
la cofradía de silencio, por dentro abierto de capa de
barrio a la gracia de siempre, a la tertulia en la
confitería. Si su padre fue compañero de Blas Infante en la
utopia de Andalucía, él lo fue nuestro en el sueño de
Sevilla. Levantó una hermandad y mantuvo una tradición en la
calle Sierpes, la vieja Granja Victoria.
Don Luis Ochoa, aun retirado del comercio familiar, me
seguía mandando, si no los envueltos polvorones con las
nobles armas trabajadoras del membrete de su casa, sí las
torrijas. Hechas con más cariño que nunca. Don Luis
imaginaba obradores perdidos haciéndome las torrijas en su
cocina y yo imaginaba, a cambio, que aquella calle Sierpes
no había muerto, que el tiempo no había pasado por su
clepsidra de almíbar, por su almanaque de azúcar, que aún
estaba soñando estrenos para su cofradía, en un Miércoles
Santo con los clarines montados de la Policía Armada delante
de La Lanzada y Alfonso Borrero mandando el palio de Madre
de Dios de la Palma. Esta Cuaresma, otra vez, estarán los
nazarenitos de los caramelos en el escaparate de su
confitería. Este Miércoles Santo me acordaré, ay, ceniza, de
aquellos Miércoles de Torrijas. Cuando vea su cofradía de
Las Siete Palabras, cuyos multicolores nazarenos siempre me
parecían como salidos de su escaparate. Miraré el almanaque
de azúcar y, ay, no lo tendré. Qué amargo este almanaque del
tiempo en nuestros brazos, maestro confitero don Luis
Ochoa...
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