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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Fachada de poniente

Ahora que la van a ocultar con un cajón de obras tal que los siglos venideros nos tomen por locos, se me aparece en la memoria más visible que nunca la fachada de poniente de la Catedral. Yo he nacido frente a esa fachada, si la conoceré. De muchacho, en la esquina de Bayona con Gradas, en el segundo piso de la misma casa donde nació el pintor Sánchez Perrier, por el verano, en la cama sudada, en la somnolencia de soldadura autógena del tranvía de las herramientas y la adormidera de los cascos de los coches de caballos, por el balcón abierto veía la ojiva gótica de la puerta de la Asunción, también dicha de los Reyes y los Arzobispos. Que la gente cree que es de cuando San Fernando entró en Sevilla, pero que conoció albañiles y escultores hasta bien entrado el siglo XX, por algo quedó el dicho:

-Anda, que esto va a durar más que las obras de la Catedral...

Me conozco esa fachada de poniente de la Catedral como la palma de la mano. Piedra a piedra, flamígero a flamígero del Sagrario, aguja a aguja. Yo he visto crecer la ciudad, avanzar el tiempo, desde mi casa natal en Sánchez Bedoya, como si mirase el reloj de piedra de esa fachada. La que parece más corta de la Catedral. Te pones en la Punta del Diamante, y si tiras para Placentines por las Gradas, parece que recorres un mundo hasta la Biblioteca Colombina. Pero te pones en esa esquina de la Punta del Diamante y por la montesinesca acera de la Avenida por donde nunca pasa nadie, en un momento llegas a la Puerta de San Miguel. Como una cuadrilla de Cristo que va dejando demasiados minutos en la carrera oficial y va a paso de mudá. La fachada más corta es la más larga para mi memoria.

Comienza en la Punta del Diamante con una logia como veneciana, con los símbolos de la Pasión en su balaustrada, que remata el cajón casi jesuítico del Sagrario. Sigue la fachada parroquial de la que nadie sabe que es iglesia del Señor San Clemente, con sus tres órdenes clásicos en las pilastras, sus cornisas como palomar de las blancas alas que soltaron cuando vino La Perona a Sevilla, Naranjito de Triana salió de la tarta que le preparó Manolo Grosso y allí se quedaron, mensajeras de una paz difícil. Viene luego el bajante de la Catedral. Entre el Sagrario y la Puerta del Baptisterio, el verdadero bajante de la Catedral, Niágara de lejanas riadas, metro de platino para medir la vena de los sarasas. Allí, en el Baptisterio, por donde salieron los pasos del Santo Entierro aquel Sábado Santo que aún queda en las postales de los turistas, los santos colorados de Mercadante de Bretaña están aún viendo a Rafael Conde, el estanquero de la Avenida. Es agosto, vienen los abanicos de las devotas de la Virgen a la novena, predica don Rufino Villalobos, y Rafael el estanquero está barriendo con su escoba, como Martín de Porres rondeño, la puerta que los canónigos tienen tan guarra, como un homenaje a la Reina de Reyes.

Y luego, la puerta de los Reyes, rematada por la cruz arzobispal que se cayó cuando el terremoto de febrero de 1969. La puerta que nunca se abre. Por la que un día viste entrar a Juan Pablo II, que llegó en el papamóvil como si fuera el microbús de Los Remedios. Santos extraños que nadie conoce, arquitectura historicista de Fernández Casanovas que da el pego del Maestro Gautier. Y al final, pero no la última, la puerta de San Miguel. Los sevillanos la nombran de otra manera: «Por donde entran las cofradías». Por donde entran las cofradías y por donde, en la memoria, sale el Gran Poder en procesión de acción de gracias tras la guerra civil, y la Virgen de los Reyes camino de la Plaza Nueva a su coronación. En la esquina, el magnolio sueña un Corpus antiguo con seises del Maestro Torres y el Cardenal Segura tras la custodia.

Fachada de poniente: por donde sale el sol de la memoria.


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