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Ahora
que la van a ocultar con un cajón de obras tal que los
siglos venideros nos tomen por locos, se me aparece en la
memoria más visible que nunca la fachada de poniente de la
Catedral. Yo he nacido frente a esa fachada, si la conoceré.
De muchacho, en la esquina de Bayona con Gradas, en el
segundo piso de la misma casa donde nació el pintor Sánchez
Perrier, por el verano, en la cama sudada, en la somnolencia
de soldadura autógena del tranvía de las herramientas y la
adormidera de los cascos de los coches de caballos, por el
balcón abierto veía la ojiva gótica de la puerta de la
Asunción, también dicha de los Reyes y los Arzobispos. Que
la gente cree que es de cuando San Fernando entró en
Sevilla, pero que conoció albañiles y escultores hasta bien
entrado el siglo XX, por algo quedó el dicho:
-Anda, que esto va a durar más que las obras de la
Catedral...
Me conozco esa fachada de poniente de la Catedral como la
palma de la mano. Piedra a piedra, flamígero a flamígero del
Sagrario, aguja a aguja. Yo he visto crecer la ciudad,
avanzar el tiempo, desde mi casa natal en Sánchez Bedoya,
como si mirase el reloj de piedra de esa fachada. La que
parece más corta de la Catedral. Te pones en la Punta del
Diamante, y si tiras para Placentines por las Gradas, parece
que recorres un mundo hasta la Biblioteca Colombina. Pero te
pones en esa esquina de la Punta del Diamante y por la
montesinesca acera de la Avenida por donde nunca pasa nadie,
en un momento llegas a la Puerta de San Miguel. Como una
cuadrilla de Cristo que va dejando demasiados minutos en la
carrera oficial y va a paso de mudá. La fachada más corta es
la más larga para mi memoria.
Comienza en la Punta del Diamante con una logia como
veneciana, con los símbolos de la Pasión en su balaustrada,
que remata el cajón casi jesuítico del Sagrario. Sigue la
fachada parroquial de la que nadie sabe que es iglesia del
Señor San Clemente, con sus tres órdenes clásicos en las
pilastras, sus cornisas como palomar de las blancas alas que
soltaron cuando vino La Perona a Sevilla, Naranjito de
Triana salió de la tarta que le preparó Manolo Grosso y allí
se quedaron, mensajeras de una paz difícil. Viene luego el
bajante de la Catedral. Entre el Sagrario y la Puerta del
Baptisterio, el verdadero bajante de la Catedral, Niágara de
lejanas riadas, metro de platino para medir la vena de los
sarasas. Allí, en el Baptisterio, por donde salieron los
pasos del Santo Entierro aquel Sábado Santo que aún queda en
las postales de los turistas, los santos colorados de
Mercadante de Bretaña están aún viendo a Rafael Conde, el
estanquero de la Avenida. Es agosto, vienen los abanicos de
las devotas de la Virgen a la novena, predica don Rufino
Villalobos, y Rafael el estanquero está barriendo con su
escoba, como Martín de Porres rondeño, la puerta que los
canónigos tienen tan guarra, como un homenaje a la Reina de
Reyes.
Y luego, la puerta de los Reyes, rematada por la cruz
arzobispal que se cayó cuando el terremoto de febrero de
1969. La puerta que nunca se abre. Por la que un día viste
entrar a Juan Pablo II, que llegó en el papamóvil como si
fuera el microbús de Los Remedios. Santos extraños que nadie
conoce, arquitectura historicista de Fernández Casanovas que
da el pego del Maestro Gautier. Y al final, pero no la
última, la puerta de San Miguel. Los sevillanos la nombran
de otra manera: «Por donde entran las cofradías». Por donde
entran las cofradías y por donde, en la memoria, sale el
Gran Poder en procesión de acción de gracias tras la guerra
civil, y la Virgen de los Reyes camino de la Plaza Nueva a
su coronación. En la esquina, el magnolio sueña un Corpus
antiguo con seises del Maestro Torres y el Cardenal Segura
tras la custodia.
Fachada de poniente: por donde sale el sol de la memoria.
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