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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Roscón por un confitero

Cada año recuerdo este día, 7 de enero, como uno de los más odiosos de mi infancia. Los Reyes nos acababan de dejar los juguetes soñados y apenas teníamos un día para disfrutarlos. El 7 a las 7 sonaba el despertador, y soñolientos y tristes teníamos que ir a pasar todo el frío que marcaba el termómetro de la botica de la familia del republicano Capitán Cuerda (Galán y García Hernández en una sola pieza y a la sevillana), esperando el autobús de Portaceli debajo del reloj de la Plaza Nueva.

Hoy era el día en que empezaba el quinario matinal del roscón de Reyes. Cada vez más duro. Como aquel tiempo. Mi padre traía el roscón del obrador de un confitero amigo suyo, más barato que el de las pastelerías con nombre de novela romántica: La Rosa de Oro, La Gloria, Los Ángeles. El roscón había perdido ya la virginidad de la ilusión de su regalo, una figurita de colgar, de cristal, como las del serrín de la Feria. Quedaba mucho roscón. Y hoy empezaba el calvario de acabarlo en el desayuno.

-Mamá, ¿no hay rebanadas de pan frito?

-No, hijo, hay que acabar con el roscón.

El roscón no se acababa nunca. Cada mañana amanecía en el aparador, y luego en la mesa, junto al tazón del café migado. El roscón picardeado, ya sin la ilusión de las sorpresas. Cada vez más duro.

-Mójalo en el café, que se empapoche bien.

Todavía estoy mojando en el café el duro roscón de la luna de enero. Roscones artesanos de los obradores. Sin nata ni rellenos. Interminables. Yo hoy todavía tengo aquí para desayunar un trozo de roscón de aquella Sevilla. Es la esquela de un confitero. Bajo su nombre, Agustín Márquez Martín, la ciudad ha escrito su título de nobleza popular: «Confitero creador de los Barquitos Loly».

Ayer enterraron a este confitero de Triana que harto de hornear roscos de Reyes que sólo se vendían una vez al año y no se acababan nunca, echó un día a navegar su imaginación y botó en su obrador de la calle Pureza el más dulce navío que con su quilla acarició las aguas del río: los Barquitos Loly. Los líricos capitanes ponen a su barco el nombre de la mujer amada y este confitero juanramoniano de Triana bautizó sus dulces naves con el de su mujer, Dolores Moreno. Loly en los dulces barquitos de cidra, como cortadillos embarcados en el Tercio de Armada de la confitería trianera, flechas navales que navegaron y dominaron pronto los mares de un secreto paraíso: las dulcerías de barrio, los despachos de pan y tortas. En el centro quedaba el refinamiento de La Española, de La Campana, de la Granja Victoria, el año cristiano de San Buenaventura y San Isidoro en sus hornos. Desde Triana, el dulce astillero de Agustín Márquez armó y arboló la invencible armada de sus Barquitos Loly. Fueron la flota del Almirante Bonifaz para los ejércitos de Magdalenas San Fernando. Sevilla, como siempre de espaldas al río, con su universo de las tortas. Inés Rosales, Cansinos, Gaviño, De los Reyes. Hasta que llegó Agustín Márquez y convirtió en dulce navío envuelto en papel parafinado el lanchón de la cucaña de la Velá, la barca de Peana, trianeras falúas del Puerto Camaronero para las dulcerías de barrio.

Yo ahora estoy todavía con sueño, triste por dejar los juguetes que tanto esperaba, con mi tazón del café migado por delante, niño, que vas a perder el autobús. Sacramentalmente tomo un trozo de este eterno roscón de Reyes, que ojalá nunca se acabe en la memoria de los días perdidos. Lo mojo y chorrea sobre el tazón la achicoria que sueña ser el gran almirante de Catunambú. Corren tiempos malos. Y como son días de juguetes abandonados, sueño que en la mar pequeña del blanco tazón cartujano navega invencible el breve, secreto, dulce paraíso del Barquito Loly: «Yo no digo mi canción sino a quien conmigo va».



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