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Cada
año recuerdo este día, 7 de enero, como uno de los más
odiosos de mi infancia. Los Reyes nos acababan de dejar los
juguetes soñados y apenas teníamos un día para disfrutarlos.
El 7 a las 7 sonaba el despertador, y soñolientos y tristes
teníamos que ir a pasar todo el frío que marcaba el
termómetro de la botica de la familia del republicano
Capitán Cuerda (Galán y García Hernández en una sola pieza y
a la sevillana), esperando el autobús de Portaceli debajo
del reloj de la Plaza Nueva.
Hoy era el día en que empezaba el quinario matinal del
roscón de Reyes. Cada vez más duro. Como aquel tiempo. Mi
padre traía el roscón del obrador de un confitero amigo
suyo, más barato que el de las pastelerías con nombre de
novela romántica: La Rosa de Oro, La Gloria, Los Ángeles. El
roscón había perdido ya la virginidad de la ilusión de su
regalo, una figurita de colgar, de cristal, como las del
serrín de la Feria. Quedaba mucho roscón. Y hoy empezaba el
calvario de acabarlo en el desayuno.
-Mamá, ¿no hay rebanadas de pan frito?
-No, hijo, hay que acabar con el roscón.
El roscón no se acababa nunca. Cada mañana amanecía en el
aparador, y luego en la mesa, junto al tazón del café
migado. El roscón picardeado, ya sin la ilusión de las
sorpresas. Cada vez más duro.
-Mójalo en el café, que se empapoche bien.
Todavía estoy mojando en el café el duro roscón de la luna
de enero. Roscones artesanos de los obradores. Sin nata ni
rellenos. Interminables. Yo hoy todavía tengo aquí para
desayunar un trozo de roscón de aquella Sevilla. Es la
esquela de un confitero. Bajo su nombre, Agustín Márquez
Martín, la ciudad ha escrito su título de nobleza popular:
«Confitero creador de los Barquitos Loly».
Ayer enterraron a este confitero de Triana que harto de
hornear roscos de Reyes que sólo se vendían una vez al año y
no se acababan nunca, echó un día a navegar su imaginación y
botó en su obrador de la calle Pureza el más dulce navío que
con su quilla acarició las aguas del río: los Barquitos Loly.
Los líricos capitanes ponen a su barco el nombre de la mujer
amada y este confitero juanramoniano de Triana bautizó sus
dulces naves con el de su mujer, Dolores Moreno. Loly en los
dulces barquitos de cidra, como cortadillos embarcados en el
Tercio de Armada de la confitería trianera, flechas navales
que navegaron y dominaron pronto los mares de un secreto
paraíso: las dulcerías de barrio, los despachos de pan y
tortas. En el centro quedaba el refinamiento de La Española,
de La Campana, de la Granja Victoria, el año cristiano de
San Buenaventura y San Isidoro en sus hornos. Desde Triana,
el dulce astillero de Agustín Márquez armó y arboló la
invencible armada de sus Barquitos Loly. Fueron la flota del
Almirante Bonifaz para los ejércitos de Magdalenas San
Fernando. Sevilla, como siempre de espaldas al río, con su
universo de las tortas. Inés Rosales, Cansinos, Gaviño, De
los Reyes. Hasta que llegó Agustín Márquez y convirtió en
dulce navío envuelto en papel parafinado el lanchón de la
cucaña de la Velá, la barca de Peana, trianeras falúas del
Puerto Camaronero para las dulcerías de barrio.
Yo ahora estoy todavía con sueño, triste por dejar los
juguetes que tanto esperaba, con mi tazón del café migado
por delante, niño, que vas a perder el autobús.
Sacramentalmente tomo un trozo de este eterno roscón de
Reyes, que ojalá nunca se acabe en la memoria de los días
perdidos. Lo mojo y chorrea sobre el tazón la achicoria que
sueña ser el gran almirante de Catunambú. Corren tiempos
malos. Y como son días de juguetes abandonados, sueño que en
la mar pequeña del blanco tazón cartujano navega invencible
el breve, secreto, dulce paraíso del Barquito Loly: «Yo no
digo mi canción sino a quien conmigo va».
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