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NO
es que se me haya bloqueado la centralita, porque no tengo
posición para centralita. Con un terminal Forma
Multiservicio de Telefónica me avío. Pero han sido más de
media docenita los generosos lectores amigos que me han
llamado para mostrarme su complacencia con cuanto me atreví
a escribir, a contraflecha, sobre el teniente general Mena.
(Punto en el que les hago una observación de oyente y
lector. De las radios a las pancartas del Manzanares, nadie
le ha apeado la graduación a don José Mena Aguado. Todo el
mundo dice «el teniente general» por delante de su apellido.
No el general a secas. Lo cual es muy justo, equitativo y
saludable. Ya que el teniente general se ha mojado al decir
lo que pensamos muchos, no le vamos a llamar general a
secas).
Entre los lectores amigos que me llamaron sobre el artículo
estaba un encanto de dama: Menchu Tablantes. Digo lo de dama
en el sentido más ritual y ceremonial del término. Menchu
Tablantes fue fidelísima dama de servicio de la Condesa de
Barcelona. Menchu acompañó a Doña María en los quince
minutos de gloria con los que más disfrutó en su vida.
Cuando el día de la boda de la Infanta Doña Elena, Doña
María se paseó por su querida Sevilla en landó, camino de la
Catedral y fue aclamada como esposa y madre de Reyes. En una
negra Nochevieja, Menchu fue quizá la persona que oyó las
últimas palabras de Doña María antes de su muerte en
Lanzarote. De nada de ello ha presumido nunca la discreta,
leal y fiel Marquesa de Tablantes. Por muchos millones que
le diesen, nunca hubiera contado nada de cuanto le oyó a
Doña María, incluidas aquellas tardes en que el Rey iba,
como decía entre bromas, «a confesarse con su madre». Los
monárquicos por el plan antiguo son así. Como Menchu.
Que me contó su reciente lance de la bandera tricolor. Todo
un ejemplo civil contra la cobardía ambiente, contra el
«come y calla», contra la dictadura del miedo y contra el
chantaje de las minorías. Menchu, delicada y cariñosa donde
las haya, quiso por el día de Reyes, que es cuando los
viejos monárquicos celebran su Pascua, hacer unos regalos a
personas queridas. Como vio que en la plaza del Duque de
Sevilla se ponen muchachos artesanos que venden ellos mismos
sus mercancías, acudió allí para apoyarlos con sus compras.
Llegó a uno de los puestecillos y estaba comprando mantas de
alpaca, collares de colores, monederos de olorosa piel.
Hasta que entre las prendas que colgaban en el tenderete vio
una bandera republicana. Le preguntó al artesano, con
descaro y valentía:
-¿Y esta bandera a qué viene?
-Es la bandera de España...
-No, hijo, la bandera de España es la roja y gualda.
-Esa es la bandera de Franco.
-No, esa bandera la puso Carlos III, para que nuestros
buques de guerra se distinguieran bien, porque con la blanca
de los Borbones los confundían con los franceses.
-Bueno, es la bandera de la República...
Y entonces Menchu, muy resuelta, le dijo al joven artesano
tricolor, berrendo en Carod Rovira:
-Pues, hijo, como yo soy monárquica y tú eres republicano,
pues, ¿sabes?, no te voy a comprar ¡absolutamente nada! de
estos regalos que iba a llevarme. Y los voy a comprar a ese
otro muchacho del puestecillo de ahí frente.
Y así hizo Menchu, en una rebelión de dignidad civil
merecedora de imitación. Se dejó sus dineros en el
puestecillo de frente al republicanote. Mujer y curiosa, al
día siguiente volvió por el mercadillo artesano. Y comprobó,
oh sorpresa, que el artesano republicano, tras perder
aquella sustanciosa venta, ¡había quitado la bandera
tricolor! Cuando me lo comentaba, con toda su gracia
asturiana de los Argüelles, Menchu me dijo:
-Así que quitó la bandera tricolor, no fuera a perder otra
venta importante. ¡Lo que más me gusta de estos republicanos
es la profunda convicción en sus ideas!
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