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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Pregón de luz e incienso

EN la ciudad ritual, por estos días suelen sonar los clarines de la plaza de los toros en un ruedo portátil, efímeramente sevillano. Cada año, por febrero, cuando la Candelaria, cuando El Rastrillo, cuando el Carnaval, esos clarines abren la Feria del Toro en Fibes, fíbula que cierra los últimos vuelos de la blanca túnica de escarcha aljarafeña del invierno.

Dicen que a ese ruedo, cuando se oyen clarines, salta un toro o un minotauro, da lo mismo, con la banda sonora de un ceremonial de tambores y cornetas que le pone Salvador Távora. Yo he visto saltar a ese toro al ruedo de Sevilla.

No saltó al provisional albero de la Feria del Toro.

Saltó a la ciudad.

Recorrió sus calles como aquel otro que en los años 40 cuentan las crónicas que rompió su cajón en la estación de San Bernardo, se escapó y se paseó por Sevilla. Y que al llegar al Gran Britz de la calle Tetuán esquina a Rioja, se encampanó ante los espejos del refinado café que tenía en la escalera la Diana Cazadora de Echegoyán como Victoria de Samotracia a la sevillana. Y que todos los que en el Britz se las daban de toreros, corrían que se las pelaban por las dichas escaleras arriba, cuando vieron que el toro iba a embestir contra los reflejos de la luz de Sevilla que derrotaba en tablas de espejos como parisinos.

Ya no están los espejos del Britz, ni vivimos gracias a Dios en una Sevilla hambrienta de gabardinas vueltas y tranvías con cantes del Bizco Amate. Pero sigue la misma luz. Sevilla es una luz. Al ruedo de esa Sevilla de invierno, pasada la Candelaria, llegadas las cigüeñas a poner el pleonasmo de sus eñes en las espadañas, yo he visto saltar el toro que en estos días se escapa, encampana y recorre la ciudad.

El toro de la luz de primavera.

Un endecasílabo en forma de luz que anuncia el gozo.

Lo vi echarse tierra de Sevilla a sus lomos en la Plaza del Duque. Exactamente sobre los naranjos de la acera de los antiguos Sindicatos. Esos naranjos tenían ya la luz que espera a la del Porvenir. Al oír los clarines, había saltado al ruedo el toro de luz del almanaque de los días siempre soñados.

Y estaba allí al lado, también en El Duque, el pregonero. Ayer vi y olí el pregón de la Semana Santa. Pregón sin palabras. Pregón de los sentidos. Sobre los naranjos de la Plaza del Duque, la luz que barrunta cartoneras en la Alcaicería. Y bajo los soportales del Corte Inglés, la mesa de campimplaya del pregonero, digo, del tío que vende incienso. Ni el cura Ignacio ni los cincuenta años de aquel 11 de marzo en que Rodríguez Buzón salió a hombros del Teatro San Fernando. Ninguno. Nadie. El mejor pregón de la Semana Santa la da cada año la luz nueva sobre los naranjos. Y este olor a incienso que en el barro de sus chimeneítas cartujanas vende el tío que se pone en los soportales del Cortinglés. Estoy por llevarle al tío del incienso las tapas del pregón.

El pregón del olor.

El pregón de la luz.

Un pregón para oler y para ver, en esta ciudad a la que queremos con los cinco sentidos.

Con estos gozos de la Candelaria, jardines que pinta Murillo en la luz de los naranjos de febrero, olvidándonos de las servidumbres y miserias de la ciudad, nos deleitamos en la grandeza de su hermosura.

Ya lo anuncian los clarines. Ya ha saltado al ruedo de Sevilla el toro de la luz. Ya están los naranjos florecidos en luz, ¿no ves cómo huelen a incienso? ¿A qué huele en verdad la flor del naranjo? Huele al incienso de la memoria de los mejores días.

El pregón de la luz que ya anuncia los días de incienso.


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