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EN
la ciudad ritual, por estos días suelen sonar los clarines
de la plaza de los toros en un ruedo portátil, efímeramente
sevillano. Cada año, por febrero, cuando la Candelaria,
cuando El Rastrillo, cuando el Carnaval, esos clarines abren
la Feria del Toro en Fibes, fíbula que cierra los últimos
vuelos de la blanca túnica de escarcha aljarafeña del
invierno.
Dicen que a ese ruedo, cuando se oyen
clarines, salta un toro o un minotauro, da lo mismo, con la
banda sonora de un ceremonial de tambores y cornetas que le
pone Salvador Távora. Yo he visto saltar a ese toro al ruedo
de Sevilla.
No saltó al provisional albero de la Feria
del Toro.
Saltó a la ciudad.
Recorrió sus calles como aquel otro que en
los años 40 cuentan las crónicas que rompió su cajón en la
estación de San Bernardo, se escapó y se paseó por Sevilla. Y
que al llegar al Gran Britz de la calle Tetuán esquina a
Rioja, se encampanó ante los espejos del refinado café que
tenía en la escalera la Diana Cazadora de Echegoyán como
Victoria de Samotracia a la sevillana. Y que todos los que en
el Britz se las daban de toreros, corrían que se las pelaban
por las dichas escaleras arriba, cuando vieron que el toro iba
a embestir contra los reflejos de la luz de Sevilla que
derrotaba en tablas de espejos como parisinos.
Ya no están los espejos del Britz, ni
vivimos gracias a Dios en una Sevilla hambrienta de gabardinas
vueltas y tranvías con cantes del Bizco Amate. Pero sigue la
misma luz. Sevilla es una luz. Al ruedo de esa Sevilla de
invierno, pasada la Candelaria, llegadas las cigüeñas a poner
el pleonasmo de sus eñes en las espadañas, yo he visto saltar
el toro que en estos días se escapa, encampana y recorre la
ciudad.
El toro de la luz de primavera.
Un endecasílabo en forma de luz que anuncia
el gozo.
Lo vi echarse tierra de Sevilla a sus lomos
en la Plaza del Duque. Exactamente sobre los naranjos de la
acera de los antiguos Sindicatos. Esos naranjos tenían ya la
luz que espera a la del Porvenir. Al oír los clarines, había
saltado al ruedo el toro de luz del almanaque de los días
siempre soñados.
Y estaba allí al lado, también en El Duque,
el pregonero. Ayer vi y olí el pregón de la Semana Santa.
Pregón sin palabras. Pregón de los sentidos. Sobre los
naranjos de la Plaza del Duque, la luz que barrunta cartoneras
en la Alcaicería. Y bajo los soportales del Corte Inglés, la
mesa de campimplaya del pregonero, digo, del tío que vende
incienso. Ni el cura Ignacio ni los cincuenta años de aquel 11
de marzo en que Rodríguez Buzón salió a hombros del Teatro San
Fernando. Ninguno. Nadie. El mejor pregón de la Semana Santa
la da cada año la luz nueva sobre los naranjos. Y este olor a
incienso que en el barro de sus chimeneítas cartujanas vende
el tío que se pone en los soportales del Cortinglés. Estoy por
llevarle al tío del incienso las tapas del pregón.
El pregón del olor.
El pregón de la luz.
Un pregón para oler y para ver, en esta
ciudad a la que queremos con los cinco sentidos.
Con estos gozos de la Candelaria, jardines
que pinta Murillo en la luz de los naranjos de febrero,
olvidándonos de las servidumbres y miserias de la ciudad, nos
deleitamos en la grandeza de su hermosura.
Ya lo anuncian los clarines. Ya ha saltado
al ruedo de Sevilla el toro de la luz. Ya están los naranjos
florecidos en luz, ¿no ves cómo huelen a incienso? ¿A qué
huele en verdad la flor del naranjo? Huele al incienso de la
memoria de los mejores días.
El pregón de la luz que ya anuncia los días
de incienso.
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