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Aunque
el sábado sea el triste aniversario, no pregunten a la gente
sobre la autoría de la matanza terrorista del 11-M, que no
saben nada. No interroguen cómo quedará al final lo de
nación en el Estatuto catalán. Es inútil que inquieran por
la opa y la reopa de Endesa. Y como aún no repercute mucho
en el recibo de la hipoteca de este mes, tampoco pregunten
sobre la subida de tipos de interés por el BCE.
Pero pregunten en cambio por la peluquera.
Se lo saben todo.
Todos sabemos absolutamente todo de la peluquera. Aunque
nadie conozca por qué razón. ¿Dónde están las obras
completas de la peluquera? ¿Ha descubierto acaso el remedio
definitivo contra la alopecia? ¿Ha creado un nuevo peinado
que llevan nueve de cada diez estrellas de Hollywood? En la
televisión, en las revistas, en la radio, todos hemos hecho
un master obligatorio sobre la peluquera. Pregúntenme lo que
quieran del matrimonio de la peluquera, de la viudedad de la
peluquera, del patrimonio inmobiliario de la peluquera, de
los negocios de la peluquera, del nuevo marido de color de
la peluquera...
-¿Qué color dice usted que tiene el marido de la peluquera?
¿Amarillo acaso? Cuidado, a ver si este hombre va a tener
una ictericia obstructiva y lo van a tener también que
hospitalizar urgentemente...
-No, es más bien así como oscurito...
-¡Pues diga usted que es negro!
Sabemos más todavía. Cómo se llama y de qué país africano
vino el marido de la peluquera. Qué casa se está haciendo
allí. Y cuál es la gracia de su pariente alto y grandote del
generoso morrillo donde, como decía El Pali, se puede
escribir El Quijote con la maja del gazpacho.
Como todos somos mucho de la peluquera, celebramos en su día
su boda y embarazo. Y rechazamos a los malpensados que
decían que era a la primera señora encinta que veían con
michelines. Todo era porque le tienen envidia a la
peluquera. Por eso no compartieron nuestra natural y lógica
alegría cuando supimos puntual y gozosamente, en boletines
de alcance que interrumpieron los programas de televisión,
una noticia importantísima para los asuntos públicos del
Reino de España: que la dignísima peluquera había sido madre
de una niña.
Pero más tarde, ay, España entera se apenó cuando ingresaron
a la peluquera en un hospital público, y luego en una
clínica privada. Incluso llamaron a la escuela de
traductores de Toledo del lenguaje de sordos, para que
leyeran en los labios de la peluquera lo que decía tras
aquella ventanita de pena y soledad en el hospital. ¡El alma
en un puño! Al que no se le destrozara el corazón entonces
es que lo tiene de piedra. Por lo que no tengo reparo en
reconocer que viéndola tan triste y sola me di un lote de
llorar importante, como todos los españoles bien nacidos,
para los que no hay más problema en España que los de la
peluquera.
¿Qué peluquera, dice usted a esta altura del artículo? Diré
como Bécquer: ¿y tú me lo preguntas? ¡Pues la única
peluquera que hay en España! Suelten palomas, tiren cohetes,
que gracias a Dios la peluquera ya ha recobrado la salud, lo
que celebro de todo corazón, y ha ganado la batalla legal
con sus padres por la custodia de su hija, por lo que
descorcho champán del bueno.
No es la peluquera de la Reina. No es numeraria ni
presidenta de la Real Academia Española de Peluquería. Es...
eso: la peluquera. Una simple y respetable peluquera sin el
menor interés, que demuestra la cantidad de gente que vive a
costa de los excedentes de fama de una gran artista que
mientras otros capitalizan tangencialmente su popularidad,
ella lucha por la vida en un hospital de Houston. Y que en
el revoloteo genial de sus alas al viento es capaz de hacer
rica y famosa no digo ya a una simple peluquera,
sino...¡hasta al frasco de tinte del dinámico de Mira Quién
Baila!
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