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VALE,
aceptamos Euskadi Ta Askatasuna como animal de compañía...
Porque en caso contrario te acusan de que estás contra el
final del terrorismo, y contra la paz, que no quieres que la
ETA desaparezca y deje de matar. Y que tú, y tú, y nadie más
que tú, como en el bolero, eres causa de mi desencanto, de
que todo esto, tan en tenguerengue, se vaya al garete.
Vale, pues: a barajar y a repartir.
Pero no paguemos también el alto precio de asumir el
lenguaje de la ETA. No aceptemos la derrota del lenguaje. No
adoptemos como expresión de la democracia el lenguaje que
quiere imponer la que hoy por hoy, y mientras no se
demuestre lo contrario, es una banda de asesinos protegida
por unas siglas y un programa. (Decía la otra noche por la
radio, con toda la razón, mi admirado Jaime González: si los
violadores, los carteristas, los atracadores o los
asaltantes de chalés se constituyen en asociación bajo una
siglas y muestran su «voluntad» de no violar más, no robar
más carteras, no atracar más bancos y no asaltar más chalés,
¿también se les hace la vista gorda y el Estado de Derecho
entrega la cuchara?).
Si aceptamos el «alto el fuego», entendemos que ha habido
dos bandos en lucha, cuando solamente uno de ellos ha pegado
los tiros y en el otro, Miguel Ángel Blanco se limitó a
poner la nuca para que no cediera el Estado ante mucho menos
de lo que ahora quieren conseguir.
Si aceptamos el eufemismo de «fin de la violencia» es que
reducimos al terrorismo asesino a la condición de «juego
violento» en el fútbol o de «violencia» en las gradas de sus
estadios. Vamos, cuestión de tarjeta amarilla y de Ultrasur.
Si aceptamos llamar «autodeterminación» al separatismo, y
«lucha armada», aunque le pongan fin, al asesinato, a la
bomba, a los tiros, a los explosivos, al tristemente
famosísimo 9 milímetros Parabellum, es que aceptamos
implícitamente el terrorismo como forma de acción política y
enseñamos el camino a quienes quieran conseguir lo que
quieran: poner mil muertos encima de la mesa de negociación
y prometer cumplir el mandamiento de «no matarás».
Si aceptamos llamar «impuesto revolucionario» a la
extorsión, aunque cese también su cobro con el «alto el
fuego permanente», es que le concedemos a la ETA la
condición de Estado, hasta con su agencia tributaria
recaudadora.
Si aceptamos la engañifa de llamar «proceso de paz» a lo que
haya de venir, es que damos por descontado que aquí ha
habido una guerra, cuando, insisto, el constitucional Reino
de España no ha estado en guerra con nadie.
Y, sobre todo, el artículo: por favor, no digamos ETA,
suprimiendo el inculpatorio artículo determinado. El que
aplicábamos a El Lute, El Arropiero, El Tempranillo. Aun
arrepentido y saldadas sus cuentas con la justicia,
Eleuterio Sánchez sigue siendo El Lute, no «Lute» a secas.
Aun disuelta y con todas sus armas entregadas, la ETA debe
seguir siendo «la» ETA. ¿No decimos siempre «el» Sinn Fein
cuando hablamos de Irlanda? ¿No decimos «la» Mafia y no
«Mafia» a secas? ¿A qué entonces el guiño de ese familiar y
como cómplice ETA, con elisión del artículo, para referirnos
a «la» ETA? Al menos que quede así, la ETA cuando gracias a
Dios hablen ya de ella sólo los libros de Historia. La
Historia que ahora, con dignidad, con memoria, sin olvidos,
sin mentiras, tenemos la responsabilidad de escribir desde
la firmeza del Estado de Derecho.
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