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Ahí
viene Santa Marta. Una mano entre lirios del Cristo que está
muerto y que sangra una rosa. A ese fiscal de paso, tan alto,
que ahora veo lo conozco de siempre. Lo he visto tantas veces
que lo sé de memoria. Compruebo cada año que es un hermano
muerto que en abril resucita. A San Andrés ha vuelto. El
mismito de siempre. Retorna cada año para darle esta hondura a
la tarde de Lunes. Su túnica conozco, tan negra de tristeza,
las sedas del escudo, la plata de sus hilos. Conozco el
capirote, sus ojos, su cintura, sus andares, su mano
desprovista de anillos, caballero de El Greco, apresándose el
pecho.
Siglos lo llevo viendo, El Salvador, Aponte. Mejor en la
Avenida, aquel balcón de entonces. Tenía calzón corto y un
tranvía de lata, un gato en la azotea y días sin colegio,
cuando este nazareno pasaba por mi casa. El mismo nazareno que
luego contemplara estrenando la sangre, una novia a mi brazo,
la vida por delante y el mundo por montera. El que luego otra
tarde le enseñara a mi hijo cuando apenas sabía pedir un
caramelo. El que ya sin mi madre planchándome la túnica y sin
mi padre oyendo saetas por la radio sigo viendo este año y
espero ver un día con nietos de la mano, ya buscando mis
tablas.
Cambia todo en Sevilla, y su luz permanece. Permanece la
túnica, la sandalia, el silencio, el negro capirote, el escudo
bordado, la bocina que suena a incienso y a racheos, San
Miguel pertiguero de un cirial por El Duque. Y se hace
Madrugada el Lunes bajo cierros donde antiguos cristales
reflejan otros ojos, con la misma mirada en ese Cristo muerto.
Aunque todo ha cambiado, aunque aquellos corrales ya no tengan
pestiños ni copas de aguardiente aguardando centurias de Roma
y madrugada; aunque aquella taberna ha tiempo derribaran y el
serrín ya no cante saetas de Centeno; aunque aquella Sevilla
tan sepia de arriadas ya no exista, ni exista la casa de tus
padres, las cajas con las fotos del frente y de la boda, el
batón del bautizo, la peina en el altillo, mantones de la
Feria en papeles de seda, la túnica que un día les sirvió de
mortaja te la encuentras, la estrenan, que en estos días
vuelven.
Tú conoces de sobra a estos nazarenos, que han vuelto de otro
tiempo, al que ahora te aferras lo mismo que su mano el
antifaz atrapa. No marcó ni un minuto el reloj de la Plaza
desde entonces: lo dice el fiscal de este paso, mirando el
papelito de la nómina exacta. Con el cirio apagado pregona su
victoria porque al tiempo ha vencido, Giraldillo triunfante
que lleva en vez de palma un palermo de luto.
Es mentira, no han muerto aquellos nazarenos que le dieron
grandeza a este rito de siglos. Ese alto, solemne, el fiscal
de este paso, que has visto tantas veces, es el mismo, que ha
vuelto. No mueren en Sevilla los viejos nazarenos. Se
reencarnan en otros y se ponen su túnica, que para ganar
tiempo la llevan de mortaja, el camino más corto: de la gloria
a esta gloria. Lo creo firmemente: su carne resucita. Juro que
son los mismos, que en ellos permanecen memorias remansadas
del tiempo detenido. Venga, vamos, que tienes otra vez siete
años y tu tía te lleva a ver las cofradías. Venga, coge esa
cera, pon la mano, Antoñito, cuidado, no te quemes, que este
fuego es la vida. No pidas caramelos, porque ésta es de
silencio, ¿no ves?, no llevan capa...Y de capa te abres ante
el toro del tiempo, cuando al verlos retornas a aquel balcón
de entonces, al nazareno muerto que hoy recobra la vida,
porque ha vuelto a su sitio, a mandar este paso de una mano
entre lirios del Cristo que va muerto, dando vida a una rosa
que dura lo que un sueño.
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