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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Los balcones vacíos

Ahora, ahora es cuando de verdad se hace realidad el lema del Ayuntamiento: «La construcción de un sueño». Más madera, digo, más zancos, más nazarenos, más tambores, más cornetas, más palios, más misterios, menos paso quiero, aguantarse esa trasera, esa derecha alante, bueno, aguantarse ahí, las llamadas las quiero muy cortitas, que esto de la Semana Santa sí que es la construcción de un sueño.

No caminamos por las calles. Caminamos por un sueño. No vemos las cofradías. Vemos el sueño del recuerdo que tenemos de esa cofradía. Buscamos el mismo sitio, la misma hora, la misma luz, la misma música, el mismo incienso, las mismas lágrimas de la misma Virgen, los mismos andares del mismo Nazareno, para confirmar que cuanto soñábamos sigue existiendo. Cada sevillano lleva en estos días un notario dentro, que con el corazón va levantando acta: acta de que aquello existe. Doy fe de esta fe: escritura de propiedad de que aquello es tan verdadero y tan suyo que le pertenece. Como Miguel Hernández preguntaba a los andaluces de Jaén de quién son esos olivos, no hay que preguntarles a los andaluces de Sevilla de quién es este olivo del Prendimiento, este olivo de la Oración en el Huerto, de quién son estas cofradías: son de todos. De la memoria de todos. Son nuestros. Herencia de familia. Quizá la mejor herencia que nuestros padres nos dejaron. La herencia de la sangre. Que llama, en la construcción de un sueño. Somos hermanos o salimos de nazareno en la cofradía de la familia. En la cofradía del padre, en la de la madre. La infancia es un recuerdo de la cofradía de la familia, rito y regla del padre saliendo de la casa vestido de nazareno, Rafael Montesinos con la hora exacta del péndulo de un incensario de plata. Solamente cuando somos mayores tomamos una cofradía como propia, lo mismo que elegimos una mujer para casarnos con ella. O ellas nos eligen. Las dos: la mujer y la cofradía.

Pienso ahora en un sevillano que se llama Guillermo. Tenía una cofradía de su familia de toda la vida. Era la de Montensión, porque vivían frente, en la Plaza Los Carros. Pero un Jueves Santo no sé si le miró los ojos a la Virgen del Valle o si fue la Virgen del Valle la que lo miró a él con sus ojos verdes. El flechazo cofradiero, que existe. Y se prendó de la Virgen del Valle. Y decidió sentar plaza de nazareno en la cofradía, apuntándose de hermano. ¿Quién eligió a quién? ¿La Virgen a Guillermo o Guillermo a la Virgen del Valle?

Construimos apasionadamente un sueño a lo largo del año. Un sueño que sacamos a la calle en este día sin noche o esta noche sin día, horas de arte mayor a las que aplicaría el título de una copla de seises: «De gozo enajenado». Tan enajenado, que no vemos a veces la realidad. Es la proclamación de la ciudad soñada y quizá la negación de la vivida y sufrida. Si pensamos en quienes sacan a la calle este portento de perfecciones y conocemos sus limitaciones, sus falsedades, sus maldades, a veces hasta su mal gusto, concluimos que se opera una transubstanciación de la ciudad y de sus vecinos. La soñamos. Hacemos realidad la utopía. Llegamos a Itaca y nos pateamos sus calles. Nadie se fija en el dolor de los balcones vacíos. Vía dolorosa. Sí, muchísimas calles del centro y de los barrios son estrictamente la Vía Dolorosa por sus balcones vacíos. A excepción de los balcones de la carrera oficial, observen que construimos el sueño de una maravilla que pasa ante casas y casas y más casas con los balcones vacíos, donde no vive nadie. Sevilla abandonada por los sevillanos. Quizás un Titanic que se va hundiendo en sus propios recuerdos, mientras la orquesta, digo, la banda, va tocando «Coronación Macarena» para hacernos creer que Itaca existe y que quizá le hayamos puesto el nombre de nuestra Esperanza.



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