No
se me quita de la cabeza que ya no pueda marcar un
teléfono y me llegue la alegría de la ancha risa de Rocío:
que si aquella chirigota de «a ti, Felipe, a ti no te digo
ná»; que si los hay más falsos que los zarcillos de La
Contenta, que eran dos serpentinas; que si Juani Vázquez,
qué arte, ha vuelto a ganar el campeonato de parchís en La
Caleta. Ya no oiré más su risa comentando las cosas de
nuestra tierra. Así que comprenderán ustedes que no voy a
ponerme a hablar de Otegui y su partida. Aquí se le guarda
el luto a Rocío. Y no como los que no acaban de cerrar su
tumba cuando ya están cobrando calumnias de peaje.
¡Qué canallerío!
No hay mejor luto que
revivir su alegría. Evocaba en el artículo de ayer el
crujido de la Cruz de la Mar cuando el doblón de oro del
sol se mete en la alcancía del horizonte. Por mar, tierra
y aire hay allí gracia. La fuerza de Rocío era la de su
propia tierra. Ese sentimiento que le dijo a Manolo Molés
el mítico Pepe Luis Vázquez (ay, ciego como un Homero del
toreo) que entra por las plantas de los pies y sube hasta
los pulsos de las muñecas. Acabábamos de enterrar a Rocío
y me contaron una historia tartésica de la fuerza de su
tierra. Seguro que ella la habrá ya escuchado. Como que
estoy esperando que de un momento a otro me llame para
decirme:
-Lo de José el de la Tomasa
es de arte...
A veces hace falta
diccionario para traducir la gracia de Andalucía. La
presente es una de ella. Explicaré que «pandero», en
Sevilla, no es el cervantino pellejo de «cuando Preciosa
su pandero toca». El pandero de Sevilla es el barrilete de
Cádiz. Vamos, la pandorga. O sea, la cometa con la que en
Castilla juegan los niños, remontándola al cielo.
Cuando enterrábamos a Rocío,
en el cementerio de Chipiona estaban los buenos vahídos de
todos los Grandes de la Gracia. Estaba El Beni. Estaba El
Cojo Peroche. Estaba Ignacio Ezpeleta. Estaba Agustín el
Melu. Estaba por descontado Picoco, que Vicente Pantoja
hasta vivía allí, en Chipiona, junto a donde Peña hace
arte de las ortiguillas de mar y de la sobriedad de la
lechuga de huerta, casi franciscana de Regla. Aquel Picoco
que decía: «Mira, yo, cantar, no canto. Bailar, tampoco
bailo. Y sin embargo, he vivido siempre de las fiestas.
¡Como que lo mío es más difícil que barrer una escalera
para arriba!» Aquel Picoco de: «Mira, yo es que me veo por
la mañana en el espejo y me pido mil duros.»
El patio del cementerio,
cuando le estaban dando tierra a Rocío, era el cuarto de
los cabales. Los que tenían que estar y como tenían que
estar. Ni una cámara. Un silencio de Maestranza. O un
silencio de Las Ventas, de aquella tarde de la corrida de
la Prensa de 1981 en que Ortega Cano indultó al toro «Belador»
de Victorino Martín. Ese silencio único: si allí del gozo,
aquí de la pena. Roto por dos puñeteros helicópteros, no
se sabe si de la Policía o de la televisión, venga a pegar
vueltas y más vueltas sobre el cementerio, como si
cubrieran las aglomeraciones, ay, de la Operación Retorno
de Rocío a su mar, a su tierra, a su gente. En ese
impresionante silencio de negras camisas de los flamencos,
José el de la Tomasa está junto a otro cantaor, a Pepe
Peregil. José mira y mira los jodidos helicópteros que con
sus aspas destrozan la intimidad y el silencio. Está por
mentarle sus castas todas, como Caracol el del Bulto a la
aviación de Franco. Pero en esto que llega Picoco. O llega
El Beni. O llega El Cojito Peroche. O todos juntos. Y se
encarnan en El Tomasa. Quien le dice al Peregil:
-Pepe, mira si será grande
Rocío, que hasta hay dos helicópteros. Y cuando me
entierren a mí, no va a haber ni dos panderos...
Óle. Seguro que ese óle al
Tomasa se lo estará dando Rocío. No en eso que dicen, qué
tontería más grande, «desde donde quiera que esté». Sé
donde está: junto a la Virgen de Regla. Pegándose chocazos
por las esquinas del cielo con las historias de gracia que
le están contando los suyos de arte, El Beni, Picoco, El
Brillantina, El Gasolina, El Cojito Peroche.