ECIJANO.
Torero. Como Sacabuches, el de los Siete Niños, que se
tiró al monte tras meterle un estoconazo hasta los
gavilanes a su mujer y otro al sacristán con quien se
la encontró acostada en su casa de la Alameda de
Sevilla. Ecijano como Jaime Ostos. De esa casta y
encaste del valor. Se llama José Luis Vargas Álvarez.
En el Cossío viene por su nombre de los carteles, que
ahora se pone en las tarjetas como director de la
Escuela de Tauromaquia de Écija: Pepe Luis Vargas.
Tras brillantes temporadas de
novillero, cabeza del escalafón, Pepe Luis Vargas tomó
la alternativa en Sevilla en la Feria de 1979. Se la
dio Curro Romero. Sufrió, como tantos novilleros
punteros, el bache de la alternativa. Que confirmó en
Madrid en un cartel barato, agosteño. Iban pasando los
años y Pepe Luis Vargas ni encontraba el sitio ni se
lo daban. Pechaba con corridas duras en plazas de
polvareda y borrachos. Por eso creyó llegado su
momento de gloria cuando, ya con 28 años, casi puretón
para torero, lo puso Canorea en la primera de Feria de
Sevilla de 1987, con reses de Joaquín Barral, junto a
Ruiz Miguel y Curro Durán. Era la ocasión soñada.
Ahora o nunca. Se iban a enterar de quién era Vargas.
Se la tenía que jugar para que vieran qué pedazo de
torero era y empezaran a echarle los toros de ensueño
que traen los cortijos en los lomos.
Y allá que te fue Pepe Luis Vargas con
su capote, a Roma por todo. Llamo Roma a la puerta de
chiqueros. En un silencio de expectación, recorrió el
miedo de esos siete mil u ocho mil kilómetros que hay
entre el burladero de capotes y el portón de los
sustos de la portagayola. Doblemente genuflexo, como
decían los revisteros, extendió el capote sobre el
albero, primer tiempo de saludo para la larga
cambiada. Hizo un gesto al torilero. Se abrió el
portón. Salió el toro de Barral. Con la de nombres que
puede tener un toro, qué guasa, se llamaba «Espanto».
Así fue. Salió distraído. La razón le decía a
Varguitas que se levantara y le pegara un lambreazo
para quitárselo de encima. El corazón y el pundonor,
que siguiera allí arrodillado, tragando quina. La
tragó. El toro lo empitonó por la ingle de mala manera
y Vargas quedó tendido en el suelo. De su taleguilla
brotaba un caño de sangre. Rojo surtidor trágico.
Borbotón que horrorizó al público, que mascó el chicle
amargo de la tragedia. Reescritura con sangre del
eterno romance de valentía. Como pudieron le quitaron
a Vargas el toro de encima, lo llevaron a la
enfermería. El toro le había roto la femoral y algo
peor: las ilusiones. Y por la enfermería iba entrando,
desangrándose, llevando una de las cornadas más
espeluznantes de la historia de la plaza de Sevilla,
cuando le oyeron que camino del quirófano repetía:
- Tó pá ná, tó pá ná...
Me he acordado del «tó pá ná» de
Varguitas al ver a Pilar Ruiz, la madre de Joseba
Pagazaurtundua, dando un recital de dignidad y memoria
frente al hotel Amara, en cuyas cortinas se limpiaba
la sangre inocente el representante en Vascongadas del
partido del Gobierno, que se daba la boca con el jefe
de los terroristas que nos han causado el dolor de mil
muertos, el borbotón de miles de víctimas, el luto de
huérfanos y viudas. ¿Para qué, si al final les vamos a
dar mucho más de cuanto pedían en la Alternativa KAS,
cuando se hartaban de asesinar militares, policías y
guardias civiles? Tó pá ná, decía Pilar Ruiz. La
muerte de su hijo, pá ná. La de Miguel Angel Blanco,
pá ná. Pá ná la muerte de Gregorio Ordóñez. Cuando los
teníamos cercados, el Estado se ha rendido. Sin que
los asesinos entreguen las armas, el Gobierno ha
decretado el alto el fuego de la Justicia, de la
Policía, del Parlamento, de los medios de
comunicación, ante unos terroristas que no se han
movido un milímetro. Y encima, la vicepresidenta del
Gobierno tiene la desfachatez de decir que los que
están al margen del Estado de Derecho -como el
infierno de Sartre- son los demás. Como Vargas: tó pá
ná.